jueves, 17 de febrero de 2011

Orgullo y Prejuicio Capítulos XLVIII a LI


Capítulo XLVIII


Todos esperaban carta del señor Bennet a la mañana siguiente; pero llegó el correo y no trajo ni una línea suya. Su familia sabía que no era muy aficionado a escribir, pero en aquella ocasión creían que bien podía hacer una excepción. Se vieron, por tanto, obligados a suponer que no había buenas noticias; pero incluso en ese caso, preferían tener la certeza. El señor Gardiner esperó sólo a que llegase el correo y se marchó.
Cuando se fue todos se quedaron con la seguridad de que así, al menos tendrían constante información de lo que ocurriese. El señor Gardiner les prometió persuadir al señor Bennet de que regresara a Longbourn cuanto antes para consuelo de su esposa, que consideraba su vuelta como única garantía de que no moriría en el duelo.
La señora Gardiner y sus hijos permanecerían en Hertfordshire unos días más, pues ésta creía que su presencia sería útil a sus sobrinas. Las ayudaba a cuidar a la señora Bennet y les servía de gran alivio en sus horas libres. Su otra tía las visitaba a menudo con el fin, según decía, de darles ánimos; pero como siempre les contaba algún nuevo ejemplo de los despilfarros y de la falta de escrúpulos de Wickham, rara vez se marchaba sin dejarlas aún más descorazonadas.
Todo Meryton se empeñaba en desacreditar al hombre que sólo tres meses antes había sido considerado como un ángel de luz. Se decía que debía dinero en todos los comercios de la ciudad, y sus intrigas, honradas con el nombre de seducciones, se extendían a todas las familias de los comerciantes. Todo el mundo afirmaba que era el joven más perverso del mundo, y empezaron a decir que siempre habían desconfiado de su aparente bondad. Elizabeth, a pesar de no dar crédito ni a la mitad de lo que murmuraban, creía lo bastante para afianzar su previa creencia en la ruina de su hermana, y hasta Jane comenzó a perder las esperanzas, especialmente cuando llegó el momento en que, de haber ido a Escocia, se habrían recibido ya noticias suyas.
El señor Gardiner salió de Longbourn el domingo y el martes tuvo carta su mujer. Le decía que a su llegada había ido en seguida en busca de su cuñado y se lo había llevado a Gracechurch Street; que el señor Bennet había estado en Epsom y en Clapham, pero sin ningún resultado, y que ahora quería preguntar en todas las principales hosterías de la ciudad, pues creía posible que se hubiesen albergado en una de ellas a su llegada a Londres, antes de procurarse otro alojamiento. El señor Gardiner opinaba que esta tentativa era inútil, pero como su cuñado estaba empeñado en llevarla a cabo, le ayudaría. Añadía que el señor Bennet se negaba a irse de Londres, y prometía escribir en breve. En una posdata decía lo siguiente:
«He escrito al coronel Forster suplicándole que averigüe entre los amigos del regimiento si Wickham tiene parientes o relaciones que puedan saber en qué parte de la ciudad estará oculto. Si hubiese alguien a quien se pudiera acudir con alguna probabilidad de obtener esa pista, se adelantaría mucho. Por ahora no hay nada que nos oriente. No dudo que el coronel Forster hará todo lo que esté a su alcance para complacernos, pero quizá Elizabeth pueda indicarnos mejor que nadie si Wickham tiene algún pariente.»
Elizabeth comprendió el porqué de esta alusión, pero no podía corresponder a ella. Jamás había oído decir si tenía parientes aparte de su padre y su madre muertos hacía muchos años. Pero era posible que alguno de sus compañeros fuera capaz de dar mejor información, y aunque no era optimista, consideraba acertado preguntarlo.
En Longbourn los días transcurrían con gran ansiedad, ansiedad que crecía con la llegada del correo. Todas las mañanas esperaban las cartas con impaciencia. Por carta habrían de saber la mala o buena marcha del asunto, y cada día creían que iban a recibir alguna noticia de importancia.
Pero antes de que volvieran a saber del señor Gardiner, llegó de Hunsford una misiva para el señor Bennet de su primo Collins. Como Jane había recibido la orden de leer en ausencia de su padre todo lo que recibiese, abrió la carta. Elizabeth, que sabía cómo eran las epístolas de Collins, leyó también por encima del hombro de su hermana. Decía así:
«Mi querido señor: Nuestro parentesco y mi situación en la vida me llevan a darle mis condolencias por la grave aflicción que está padeciendo, de la que fuimos informados por una carta de Hertfordshire. No dude de que tanto la señora Collins como yo les acompañamos en el sentimiento a usted y a toda su respetable familia en la presente calamidad, que ha de ser muy amarga, puesto que el tiempo no la puede borrar. No faltarán argumentos por mi parte para aliviar tan tremenda desventura o servir de consuelo en circunstancias que para un padre han de ser más penosas que para todos los demás. La muerte de una hija habría sido una bendición comparada con esto. Y es más lamentable porque hay motivos para suponer, según me dice mi querida Charlotte, que esa licenciosa conducta de su hija procede de un deplorable exceso de indulgencia; aunque al mismo tiempo y para consuelo suyo y de su esposa, me inclino a pensar que debía de ser de naturaleza perversa, pues de otra suerte no habría incurrido en tal atrocidad a una edad tan temprana. De todos modos es usted digno de compasión, opinión que no sólo comparte la señora Collins, sino también lady Catherine y su hija, a quienes he referido el hecho. Están de acuerdo conmigo en que ese mal paso de su hija será perjudicial para la suerte de las demás; porque, ¿quién ––como la propia lady Catherine dice afablemente–– querrá emparentar con semejante familia? Esta consideración me mueve a recordar con la mayor satisfacción cierto suceso del pasado noviembre, pues a no haber ido las cosas como fueron, me vería ahora envuelto en toda la tristeza y desgracia de ustedes. Permítame, pues, que le aconseje, querido señor, que se resigne todo lo que pueda y arranque a su indigna hija para siempre de su corazón, y deje que recoja ella los frutos de su abominable ofensa.»
El señor Gardiner no volvió a escribir hasta haber recibido contestación del coronel Forster, pero no pudo decir nada bueno. No se sabía que Wickham tuviese relación con ningún pariente y se aseguraba que no tenía ninguno cercano. Antiguamente había tenido muchas amistades, pero desde su ingreso en el ejército parecía apartado de todo el mundo. No había nadie, por consiguiente, capaz de dar noticias de su paradero. Había un poderoso motivo para que se ocultara, que venía a sumarse al temor de ser descubierto por la familia de Lydia, y era que había dejado tras sí una gran cantidad de deudas de juego. El coronel Forster opinaba que serían necesarias más de mil libras para clarear sus cuentas en Brighton. Mucho debía en la ciudad, pero sus deudas de honor eran aún más elevadas. El señor Gardiner no se atrevió a ocultar estos detalles a la familia de Longbourn. Jane se horrorizó:
––¡Un jugador! Eso no lo esperaba. ¡No podía imaginármelo!
Añadía el señor Gardiner en su carta que el señor Bennet iba a regresar a Longbourn al día siguiente, que era sábado. Desanimado por el fracaso de sus pesquisas había cedido a las instancias de su cuñado para que se volviese a su casa y le dejase hacer a él mientras las circunstancias no fuesen más propicias para una acción conjunta. Cuando se lo dijeron a la señora Bennet, no demostró la satisfacción que sus hijas esperaban en vista de sus inquietudes por la vida de su marido.
––¿Que viene a casa y sin la pobre Lydia?, exclamó––. No puedo creer que salga de Londres sin haberlos encontrado. ¿Quién retará a Wickham y hará que se case, si Bennet regresa?
Como la señora Gardiner ya tenía ganas de estar en su casa se convino que se iría a Londres con los niños aprovechando la vuelta del señor Bennet. Por consiguiente, el coche de Longbourn les condujo hasta la primera etapa de su camino y trajo de vuelta al señor Bennet.
La señora Gardiner se fue perpleja aún al pensar en el encuentro casual de Elizabeth y su amigo de Derbyshire en dicho lugar. Elizabeth se había abstenido de pronunciar su nombre, y aquella especie de semi-esperanza que la tía había alimentado de que recibirían una carta de él al llegar a Longbourn, se había quedado en nada. Desde su llegada, Elizabeth no había tenido ninguna carta de Pemberley.
El desdichado estado de toda la familia hacía innecesaria cualquier otra excusa para explicar el abatimiento de Elizabeth; nada, por lo tanto, podía conjeturarse sobre aquello, aunque a Elizabeth, que por aquel entonces sabía a qué atenerse acerca de sus sentimientos, le constaba que, a no ser por Darcy, habría soportado mejor sus temores por la deshonra de Lydia. Se habría ahorrado una o dos noches de no dormir.
El señor Bennet llegó con su acostumbrado aspecto de filósofo. Habló poco, como siempre; no dijo nada del motivo que le había impulsado a regresar, y pasó algún tiempo antes de que sus hijas tuvieran el valor de hablar del tema.
Por la tarde, cuando se reunió con ellas a la hora del té, Elizabeth se aventuró a tocar la cuestión; expresó en pocas palabras su pena por lo que su padre debía haber sufrido, y éste contestó:
––Déjate. ¿Quién iba a sufrir sino yo? Ha sido por mi culpa y está bien que lo pague.

––No seas tan severo contigo mismo replicó Elizabeth.
––No hay contemplaciones que valgan en males tan grandes. La naturaleza humana es demasiado propensa a recurrir a ellas. No, Lizzy; deja que una vez en la vida me dé cuenta de lo mal que he obrado. No voy a morir de la impresión; se me pasará bastante pronto.
––¿Crees que están en Londres?
––Sí; ¿dónde, si no pudiesen estar tan bien escondidos?
––¡Y Lydia siempre deseó tanto ir a Londres! ––añadió Catherine.
––Entonces debe de ser feliz ––dijo su padre fríamente–– y no saldrá de allí en mucho tiempo. Después de un corto silencio, prosiguió:
Lizzy, no me guardes rencor por no haber seguido tus consejos del pasado mayo; lo ocurrido demuestra que eran acertados.
En ese momento fueron interrumpidos por Jane que venía a buscar el té para su madre.
––¡Mira qué bien! ––exclamó el señor Bennet––. ¡Eso presta cierta elegancia al infortunio! Otro día haré yo lo mismo: me quedaré en la biblioteca con mi gorro de dormir y mi batín y os daré todo el trabajo que pueda, o acaso lo deje para cuando se escape Catherine...
––¡Yo no voy a escaparme, papá! ––gritó Catherine furiosa––. Si yo hubiese ido a Brighton, me habría portado mejor que Lydia.
––¡Tú a Brighton! ¡No me fiaría de ti ni que fueras nada más que a la esquina! No, Catherine. Por fin he aprendido a ser cauto, y tú lo has de sentir. No volverá a entrar en esta casa un oficial aunque vaya de camino. Los bailes quedarán absolutamente prohibidos, a menos que os acompañe una de vuestras hermanas, y nunca saldréis ni a la puerta de la casa sin haber demostrado que habéis vivido diez minutos del día de un modo razonable.
Catherine se tomó en serio todas estas amenazas y se puso a llorar.
––Bueno, bueno ––dijo el señor Bennet––, no te pongas así. Si eres buena chica en los próximos diez años, en cuanto pasen, te llevaré a ver un desfile.

Capitulo XLIX


Dos días después de la vuelta del señor Bennet, mientras Jane y Elizabeth paseaban juntas por el plantío de arbustos de detrás de la casa, vieron al ama de llaves que venía hacia ellas. Creyeron que iba a llamarlas de parte de su madre y corrieron a su encuentro; pero la mujer le dijo a Jane: Dispense que la interrumpa, señorita; pero he supuesto que tendría usted alguna buena noticia de la capital y por eso me he tomado la libertad de venir a preguntárselo.
––¿Qué dice usted, Hill? No he sabido nada.
––¡Querida señorita! ––exclamó la señora Hill con gran asombro––. ¿Ignora que ha llegado un propio para el amo, enviado por el señor Gardiner? Ha estado aquí media hora y el amo ha tenido una carta.
Las dos muchachas se precipitaron hacia la casa, demasiado ansiosas para poder seguir conversando. Pasaron del vestíbulo al comedor de allí a la biblioteca, pero su padre no estaba en ninguno de esos sitios; iban a ver si estaba arriba con su madre, cuando se encontraron con el mayordomo que les dijo:
––Si buscan ustedes a mi amo, señoritas, lo encontrarán paseando por el sotillo.
Jane y Elizabeth volvieron a atravesar el vestíbulo y, cruzando el césped, corrieron detrás de su padre que se encaminaba hacia un bosquecillo de al lado de la cerca.
Jane, que no era tan ligera ni tenía la costumbre de correr de Elizabeth, se quedó atrás, mientras su hermana llegaba jadeante hasta su padre y exclamó:
––¿Qué noticias hay, papá? ¿Qué noticias hay? ¿Has sabido algo de mi tío?
––Sí, me ha mandado una carta por un propio.
––¿Y qué nuevas trae, buenas o malas?
––¿Qué se puede esperar de bueno? ––dijo el padre sacando la carta del bolsillo––. Tomad, leed si queréis.
Elizabeth cogió la carta con impaciencia. Jane llegaba entonces.
––Léela en voz alta ––pidió el señor Bennet––, porque todavía no sé de qué se trata.
«Gracechurch Street, lunes 2 de agosto.
»Mi querido hermano: Por fin puedo enviarte noticias de mi sobrina, y tales, en conjunto, que espero te satisfagan. Poco después de haberte marchado tú el sábado, tuve la suerte de averiguar en qué parte de Londres se encontraban. Los detalles me los reservo para cuando nos veamos; bástate saber que ya están descubiertos; les he visto a los dos.»
Entonces es lo que siempre he esperado exclamó Jane––. ¡Están casados!
Elizabeth siguió leyendo:
«No están casados ni creo que tengan intención de estarlo, pero si quieres cumplir los compromisos que me he permitido contraer en tu nombre, no pasará mucho sin que lo estén. Todo lo que tienes que hacer es asegurar a tu hija como dote su parte igual en las cinco mil libras que recibirán tus hijas a tu muerte y a la de tu esposa, y prometer que le pasarás, mientras vivas, cien libras anuales. Estas son las condiciones que, bien mirado, no he vacilado en aceptar por ti, pues me creía autorizado para ello. Te mando la presente por un propio, pues no hay tiempo que perder para que me des una contestación. Comprenderás fácilmente por todos los detalles que la situación del señor Wickham no es tan desesperada como se ha creído. La gente se ha equivocado y me complazco en afirmar que después de pagadas todas las deudas todavía quedará algún dinerillo para dotar a mi sobrina como adición a su propia fortuna. Si, como espero, me envías plenos poderes para actuar en tu nombre en todo este asunto, daré órdenes enseguida a Haggerston para que redacte el oportuno documento. No hay ninguna necesidad de que vuelvas a la capital; por consiguiente, quédate tranquilo en Longbourn y confía en mi diligencia y cuidado. Contéstame cuanto antes y procura escribir con claridad. Hemos creído lo mejor que mi sobrina salga de mi casa para ir a casarse, cosa que no dudo aprobarás. Hoy va a venir. Volveré a escribirte tan pronto como haya algo nuevo. »Tuyo,
E. Gardiner.»
––¿Es posible? ––exclamó Elizabeth al terminar la carta––. ¿Será posible que se case con ella?
––Entonces Wickham no es tan despreciable como creíamos ––observó Jane––. Querido papá, te doy la enhorabuena.
––¿Ya has contestado la carta?
––No, pero hay que hacerlo enseguida.
Elizabeth le rogó vehementemente que no lo demorase.
––Querido papá, vuelve a casa y ponte a escribir inmediatamente. Piensa lo importante que son los minutos en estos momentos.
––Deja que yo escriba por ti ––dijo Jane––, si no quieres molestarte.
––Mucho me molesta ––repuso él––, pero no hay más remedio.
Y regresó con ellas a la casa.
––Supongo que aceptarás añadió Elizabeth.
––¡Aceptar! ¡Si estoy avergonzado de que pida tan poco!
––¡Deben casarse! Aunque él sea como es.
––Sí, sí, deben casarse. No se puede hacer otra cosa. Pero hay dos puntos que quiero aclarar: primero, cuánto dinero ha adelantado tu tío para resolver eso, y segundo, cómo voy a pagárselo.
––¿Dinero, mi tío? ––preguntó Jane––. ¿Qué quieres decir?
––Digo que no hay hombre en su sano juicio que se case con Lydia por tan leve tentación como son cien libras anuales durante mi vida y cincuenta cuando yo me muera.
––Es muy cierto ––dijo Elizabeth––; no se me había ocurrido. ¡Pagadas sus deudas y que todavía quede algo! Eso debe de ser obra de mi tío. ¡Qué hombre tan bueno y generoso! Temo que esté pasando apuros, pues con una pequeña cantidad no se hace todo eso.
––No ––dijo el señor Bennet––, Wickham es un loco si acepta a Lydia por menos de diez mil libras. Sentiría juzgarle tan mal cuando vamos a empezar a ser parientes.
––¡Diez mil libras! ¡No lo quiera Dios! ¿Cuándo podríamos pagar la mitad de esa suma?
El señor Bennet no contestó, y, ensimismados todos en sus pensamientos, continuaron en silencio hasta llegar a la casa. El padre se metió en la biblioteca para escribir, y las muchachas se fueron al comedor.
––¿Se irán a casar, de veras? ––exclamó Elizabeth en cuanto estuvieron solas––.¡Qué raro! Y habremos de dar gracias aún. A pesar de las pocas probabilidades de felicidad de ese matrimonio y de la perfidia de Wickham, todavía tendremos que alegrarnos. ¡Oh, Lydia!
––Me consuelo pensando ––replicó Jane–– que seguramente no se casaría con Lydia si no la quisiera. Aunque nuestro bondadoso tío haya hecho algo por salvarlo, no puedo creer que haya adelantado diez mil libras ni nada parecido. Tiene hijos y puede tener más. No alcanzaría a ahorrar ni la mitad de esa suma.
––Si pudiéramos averiguar a cuánto ascienden las deudas de Wickham ––dijo Elizabeth–– y cuál es la dote que el tío Gardiner da a nuestra hermana, sabríamos exactamente lo que ha hecho por ellos, pues Wickham no tiene ni medio chelín. Jamás podremos pagar la bondad del tío. El llevarla a su casa y ponerla bajo su dirección y amparo personal es un sacrificio que nunca podremos agradecer bastante. Ahora debe de estar con ellos. Si tanta bondad no le hace sentirse miserable, nunca merecerá ser feliz. ¡Qué vergüenza para ella encontrarse cara a cara con nuestra tía!
––Unos y otros hemos de procurar olvidar lo sucedido ––dijo Jane––: Espero que todavía sean dichosos. A mi modo de ver, el hecho de que Wickham haya accedido a casarse es prueba de que ha entrado por el buen camino. Su mutuo afecto les hará sentar la cabeza y confío que les volverá tan razonables que con el tiempo nos harán olvidar su pasada imprudencia:
––Se han portado de tal forma ––replicó Elizabeth–– que ni tú; ni yo, ni nadie podrá olvidarla nunca. Es inútil hablar de eso.
Se les ocurrió entonces a las muchachas que su madre ignoraba por completo todo aquello. Fueron a la biblioteca y le preguntaron a su padre si quería que se lo dijeran. El señor Bennet estaba escribiendo y sin levantar la cabeza contestó fríamente:
––Como gustéis.
––¿Podemos enseñarle la carta de tío Gardiner?
––Enseñadle lo que queráis y largaos.
Elizabeth cogió la carta de encima del escritorio y las dos hermanas subieron a la habitación de su madre. Mary y Catherine estaban con la señora Bennet, y, por lo tanto, tenían que enterarse también. Después de una ligera preparación para las buenas nuevas, se leyó la carta en voz alta. La señora Bennet apenas pudo contenerse, y en cuanto Jane llegó a las esperanzas del señor Gardiner de que Lydia estaría pronto casada, estalló su gozo, y todas las frases siguientes lo aumentaron. El júbilo le producía ahora una exaltación que la angustia y el pesar no le habían ocasionado. Lo principal era que su hija se casase; el temor de que no fuera feliz no le preocupó lo más mínimo, no la humilló el pensar en su mal proceder.

––¡Mi querida, mi adorada Lydia! ––exclamó––. ¡Es estupendo! ¡Se casará! ¡La volveré a ver! ¡Casada a los dieciséis años! ¡Oh, qué bueno y cariñoso eres, hermano mío! ¡Ya sabía yo que había de ser así, que todo se arreglaría! ¡Qué ganas tengo de verla, y también al querido Wickham! ¿Pero, y los vestidos? ¿Y el traje de novia? Voy a escribirle ahora mismo a mi cuñada para eso. Lizzy, querida mía, corre a ver a tu padre y pregúntale cuánto va a darle. Espera, espera, iré yo misma. Toca la campanilla, Catherine, para que venga Hill. Me vestiré en un momento. ¡Mi querida, mi Lydia de mi alma! ¡Qué contentas nos pondremos las dos al vernos!
La hermana mayor trató de moderar un poco la violencia de su exaltación y de hacer pensar a su madre en las obligaciones que el comportamiento del señor Gardiner les imponía a todos.
––Pues hemos de atribuir este feliz desenlace añadió–– a su generosidad. Estamos convencidos de que ha socorrido a Wickham con su dinero.
––Bueno ––exclamó la madre––, es muy natural. ¿Quién lo había de hacer, más que tu tío? Si no hubiese tenido hijos, habríamos heredado su fortuna, ya lo sabéis, y ésta es la primera vez que hace algo por nosotros, aparte de unos pocos regalos. ¡Qué feliz soy! Dentro de poco tendré una hija casada: ¡la señora Wickham! ¡Qué bien suena! Y cumplió sólo dieciséis años el pasado junio. Querida Jane, estoy tan emocionada que no podré escribir; así que yo dictaré y tú escribirás por mí. Después determinaremos con tu padre lo relativo al dinero, pero las otras cosas hay que arreglarlas ahora mismo.
Se disponía a tratar de todos los particulares sobre sedas, muselinas y batistas, y al instante habría dictado algunas órdenes si Jane no la hubiese convencido, aunque con cierta dificultad, de que primero debería consultar con su marido. Le hizo comprender que un día de retraso no tendría la menor importancia, y la señora Bennet estaba muy feliz para ser tan obstinada como siempre. Además, ya se le habían ocurrido otros planes:
––Iré a Meryton en cuanto me vista, a comunicar tan excelentes noticias a mi hermana Philips. Y al regreso podré visitar a lady Lucas y a la señora Long. ¡Catherine, baja corriendo y pide el coche! Estoy segura de que me sentará muy bien tomar el aire. Niñas, ¿queréis algo para Meryton? ¡Oh!, Aquí viene Hill. Querida Hill, ¿se ha enterado ya de las buenas noticias? La señorita Lydia va a casarse, y para que brinden por su boda, se beberán ustedes un ponche.
La señora Hill manifestó su satisfacción y les dio sus parabienes a todas. Elizabeth, mareada ante tanta locura, se refugió en su cuarto para dar libre curso a sus pensamientos.
La situación de la pobre Lydia había de ser, aun poniéndose en lo mejor, bastante mala; pero no era eso lo peor; tenía que estar aún agradecida, pues aunque mirando al porvenir su hermana no podía esperar ninguna felicidad razonable ni ninguna prosperidad en el mundo, mirando hacia atrás, a lo que sólo dos horas antes Elizabeth había temido tanto, no se podía negar que todavía había tenido suerte.

Capítulo L



Anteriormente, el señor Bennet había querido muchas veces ahorrar una cierta cantidad anual para mejorar el caudal de sus hijas y de su mujer, si ésta le sobrevivía, en vez de gastar todos sus ingresos. Y ahora se arrepentía de no haberlo hecho. Esto le habría evitado a Lydia endeudarse con su tío por todo lo que ahora tenía que hacer por ella tanto en lo referente a la honra como al dinero. Habría podido darse, además, el gusto de tentar a cualquiera de los más brillantes jóvenes de Gran Bretaña a casarse con ella.
Estaba seriamente consternado de que por un asunto que tan pocas ventajas ofrecía para nadie, su cuñado tuviese que hacer tantos sacrificios, y quería averiguar el importe de su donativo a fin de devolvérselo cuando le fuese posible.
En los primeros tiempos del matrimonio del señor Bennet, se consideró que no había ninguna necesidad de hacer economía, pues se daba por descontado que nacería un hijo varón y que éste heredaría la hacienda al llegar a la edad conveniente, con lo que la viuda y las hijas quedarían aseguradas. Pero vinieron al mundo sucesivamente cinco hijas y el varón no aparecía. Años después del nacimiento de Lydia, la señora Bennet creía aún que llegaría el heredero, pero al fin se dio ya por vencida. Ahora era demasiado tarde para ahorrar: la señora Bennet no tenía ninguna aptitud para la economía y el amor de su marido a la independencia fue lo único que impidió que se excediesen en sus gastos.
En las capitulaciones matrimoniales había cinco mil libras aseguradas para la señora Bennet y sus hijas; pero la distribución dependía de la voluntad de los padres. Por fin este punto iba a decidirse en lo referente a Lydia, y el señor Bennet no vaciló en acceder a lo propuesto. En términos de gratitud por la bondad de su cuñado, aunque expresados muy concisamente, confió al papel su aprobación a todo lo hecho y su deseo de cumplir los compromisos contraídos en su nombre. Nunca hubiera creído que Wickham consintiese en casarse con Lydia a costa de tan pocos inconvenientes como los que resultaban de aquel arreglo. Diez libras anuales era lo máximo que iba a perder al dar las cien que debía entregarles, pues entre los gastos ordinarios fijos, el dinero suelto que le daba a Lydia y los continuos regalos en metálico que le hacía su madre se iba en Lydia poco menos que aquella suma.
Otra de las cosas que le sorprendieron gratamente fue que todo se hiciera con tan insignificante molestia para él, pues su principal deseo era siempre que le dejasen tranquilo. Pasado el primer arranque de ira que le motivó buscar a su hija, volvió, como era de esperar, a su habitual indolencia. Despachó pronto la carta, eso sí tardaba en emprender las cosas, pero era rápido en ejecutarlas. En la carta pedía más detalles acerca de lo que le adeudaba a su cuñado, pero estaba demasiado resentido con Lydia para enviarle ningún mensaje.
Las buenas nuevas se extendieron rápidamente por la casa y con proporcional prontitud, por la vecindad. Cierto que hubiera dado más que hablar que Lydia Bennet hubiese venido a la ciudad, y que habría sido mejor aún si la hubiesen recluido en alguna granja distante; pero ya había bastante que charlar sobre su matrimonio, y los bien intencionados deseos de que fuese feliz que antes habían expresado las malévolas viejas de Meryton, no perdieron más que un poco de su viveza en este cambio de circunstancias, pues con semejante marido se daba por segura la desgracia de Lydia.
Hacía quince días que la señora Bennet no bajaba de sus habitaciones, pero a fin de solemnizar tan faustos acontecimientos volvió a ocupar radiante su sitio a la cabecera de la mesa. En su triunfo no había el más mínimo sentimiento de vergüenza. El matrimonio de una hija que constituyó el principal de sus anhelos desde que Jane tuvo dieciséis años, iba ahora a realizarse. No pensaba ni hablaba más que de bodas elegantes, muselinas finas, nuevos criados y nuevos carruajes. Estaba ocupadísima buscando en la vecindad una casa conveniente para la pareja, y sin saber ni considerar cuáles serían sus ingresos, rechazó muchas por falta de amplitud o de suntuosidad.
––Haye Park ––decía–– iría muy bien si los Gouldings lo dejasen; o la casa de Stoke, si el salón fuese mayor; ¡pero Asworth está demasiado lejos! Yo no podría resistir que viviese a diez millas de distancia. En cuanto a la Quinta de Purvis, los áticos son horribles.
Su marido la dejaba hablar sin interrumpirla mientras los criados estaban delante. Pero cuando se marcharon, le dijo:
––Señora Bennet, antes de tomar ninguna de esas casas o todas ellas para tu hija, vamos a dejar las cosas claras. Hay en esta vecindad una casa donde nunca serán admitidos. No animaré el impudor de ninguno de los dos recibiéndolos en Longbourn.
A esta declaración siguió una larga disputa, pero el señor Bennet se mantuvo firme. Se pasó de este punto a otro y la señora Bennet vio con asombro y horror que su marido no quería adelantar ni una guinea para comprar el traje de novia a su hija. Aseguró que no recibiría de él ninguna prueba de afecto en lo que a ese tema se refería. La señora Bennet no podía comprenderlo; era superior a las posibilidades de su imaginación que el rencor de su marido llegase hasta el punto de negar a su hija un privilegio sin el cual su matrimonio apenas parecería válido. Era más sensible a la desgracia de que su hija no tuviese vestido de novia que ponerse, que a la vergüenza de que se hubiese fugado y hubiese vivido con Wickham quince días antes de que la boda se celebrara.
Elizabeth se arrepentía más que nunca de haber comunicado a Darcy, empujada por el dolor del momento, la acción de su hermana, pues ya que la boda iba a cubrir el escándalo de la fuga, era de suponer que los ingratos preliminares serían ocultados a todos los que podían ignorarlos.
No temía la indiscreción de Darcy; pocas personas le inspiraban más confianza que él; pero le mortificaba que supiese la flaqueza de su hermana. Y no por el temor de que le acarrease a ella ningún perjuicio, porque de todos modos el abismo que parecía mediar entre ambos era invencible. Aunque el matrimonio de Lydia se hubiese arreglado de la manera más honrosa, no se podía suponer que Darcy quisiera emparentar con una familia que a todos sus demás reparos iba a añadir ahora la alianza más íntima con el hombre que con tanta justicia Darcy despreciaba.
Ante una cosa así era natural que Darcy retrocediera. El deseo de ganarse el afecto de Elizabeth que ésta había adivinado en él en Derbyshire, no podía sobrevivir a semejante golpe. Elizabeth se sentía humillada, entristecida, y llena de vagos remordimientos. Ansiaba su cariño cuando ya no podía esperar obtenerlo. Quería saber de él cuando ya no había la más mínima oportunidad de tener noticias suyas. Estaba convencida de que habría podido ser feliz con él, cuando era probable que no se volvieran a ver.
«¡Qué triunfo para él ––pensaba–– si supiera que las proposiciones que deseché con tanto orgullo hace sólo cuatro meses, las recibiría ahora encantada.»
No dudaba que era generoso como el que más, pero mientras viviese, aquello tenía que constituir para él un triunfo.
Empezó entonces a comprender que Darcy era exactamente, por su modo de ser y su talento, el hombre que más le habría convenido. El entendimiento y el carácter de Darcy, aunque no semejantes a los suyos, habrían colmado todos sus deseos. Su unión habría sido ventajosa para ambos: con la soltura y la viveza de ella, el temperamento de él se habría suavizado y habrían mejorado sus modales. Y el juicio, la cultura y el conocimiento del mundo que él poseía le habrían reportado a ella importantes beneficios.
Pero ese matrimonio ideal ya no podría dar una lección a las admiradoras multitudes de lo que era la felicidad conyugal; la unión que iba a efectuarse en la familia de Elizabeth era muy diferente y excluía la posibilidad de la primera.
No podían imaginar cómo se las arreglarían Wickham y Lydia para vivir con una pasable independencia; pero no le era difícil conjeturar lo poco estable que había de ser la felicidad de una pareja unida únicamente porque sus pasiones eran más fuertes que su virtud.
El señor Gardiner no tardó en volver a escribir a su cuñado. Contestaba brevemente al agradecimiento del señor Bennet diciendo que su mayor deseo era contribuir al bienestar de toda su familia y terminaba rogando que no se volviese a hablar más del tema. El principal objeto de la carta era informarle de que Wickham había resuelto abandonar el regimiento.
«Tenía muchas ganas de que lo hiciese ––añadía cuando ultimamos el matrimonio; y creo que convendrás conmigo en que su salida de ese Cuerpo es altamente provechosa tanto para él como para mi sobrina. La intención del señor Wickham es entrar en el Ejército regular, y entre sus antiguos amigos hay quienes puede y quiere ayudarle a conseguirlo. Se le ha prometido el grado de alférez en el regimiento del general X, actualmente acuartelado en el Norte. Es mucho mejor que se aleje de esta parte del reino. Él promete firmemente, y espero que sea así, que hallándose entre otras gentes ante las cuales no deberán desacreditarse, los dos serán más prudentes. He escrito al coronel Forster participándole nuestros arreglos y suplicándole que diga a los diversos acreedores del señor Wickham en Brighton y sus alrededores, que se les pagará inmediatamente bajo mi responsabilidad. ¿Te importaría tomarte la molestia de dar las mismas seguridades a los acreedores de Meryton, de los que te mando una lista de acuerdo con lo que el señor Wickham me ha indicado? Nos ha confesado todas sus deudas y espero que al menos en esto no nos haya engañado. Haggerston tiene ya instrucciones y dentro de una semana estará todo listo. Entonces el señor Wickham se incorporará a su regimiento, a no ser que primero se le invite a ir a Longbourn, pues me dice mi mujer que Lydia tiene muchos deseos de veros a todos antes de dejar el Sur. Está muy bien y os ruega sumisamente que os acordéis de ella su madre y tú. »
Tuyo,
E. Gardiner.»
El señor Bennet y sus hijas comprendieron las ventajas de que Wickham saliese de la guarnición del condado tan claramente como el señor Gardiner; pero la señora Bennet no estaba tan satisfecha como ellos. Le disgustaba mucho que Lydia se estableciese en el Norte precisamente cuando ella esperaba con placer y orgullo disfrutar de su compañía, pues no había renunciado a su ilusión de que residiera en Hertfordshire. Y además era una lástima que Lydia se separase de un regimiento donde todos la conocían y donde tenía tantos admiradores.
––Quiere tanto a la señora Forster, que le será muy duro abandonarla. Y, además, hay varios muchachos que le gustan. Puede que los oficiales del regimiento del general X no sean tan simpáticos.
La súplica ––pues como tal había de considerarse de su hija de ser admitida de nuevo en la familia antes de partir para el Norte fue al principio rotundamente denegada; pero Jane y Elizabeth, por los sentimientos y por el porvenir de su hermana, deseaban que notificase su matrimonio a sus padres en persona, e insistieron con tal interés, suavidad y dulzura en que el señor Bennet accediese a recibirles a ella y a su marido en Longbourn después de la boda, que le convencieron. De modo que la señora Bennet tuvo la satisfacción de saber que podrían presentar a la vecindad a su hija casada antes de que fuese desterrada al Norte. En consecuencia, cuando el señor Bennet volvió a escribir a su cuñado, le dio permiso para que la pareja viniese, y se determinó que al acabar la ceremonia saldrían para Longbourn. Elizabeth se quejó de que Wickham aceptase este plan, y si se hubiese guiado sólo por sus propios deseos, Wickham sería para ella la última persona con quien querría encontrarse.

Capítulo LI


Llegó el día de la boda de Lydia, y Jane y Elizabeth se interesaron por ella probablemente más que ella misma. Se envió el coche a buscarlos a -, y volvería con ellos a la hora de comer. Jane y Elizabeth temían su llegada, especialmente Jane, que suponía en Lydia los mismos sentimientos que a ella la habrían embargado si hubiese sido la culpable, y se atormentaba pensando en lo que Lydia debía sufrir.
Llegaron. La familia estaba reunida en el saloncillo esperándolos. La sonrisa adornaba el rostro de la señora Bennet cuando el coche se detuvo frente a la puerta; su marido estaba impenetrablemente serio, y sus hijas, alarmadas, ansiosas e inquietas.


Se oyó la voz de Lydia en el vestíbulo; se abrió la puerta y la recién casada entró en la habitación. Su madre se levantó, la abrazó y le dio con entusiasmo la bienvenida, tendiéndole la mano a Wickham que seguía a su mujer, deseándoles a ambos la mayor felicidad, con una presteza que demostraba su convicción de que sin duda serían felices.
El recibimiento del señor Bennet, hacia quien se dirigieron luego, ya no fue tan cordial. Reafirmó su seriedad y apenas abrió los labios. La tranquilidad de la joven pareja era realmente suficiente para provocarle. A Elizabeth le daban vergüenza e incluso Jane estaba escandalizada. Lydia seguía siendo Lydia: indómita, descarada, insensata, chillona y atrevida. Fue de hermana en hermana pidiéndoles que la felicitaran, y cuando al fin se sentaron todos, miró con avidez por toda la estancia, notando que había habido un pequeño cambio, y, soltando una carcajada, dijo que hacía un montón de tiempo que no estaba allí.
Wickham no parecía menos contento que ella; pero sus modales seguían siendo tan agradables que si su modo de ser y su boda hubieran sido como debían, sus sonrisas y sus desenvueltos ademanes al reclamar el reconocimiento de su parentesco por parte de sus cuñadas, les habrían seducido a todas. Elizabeth nunca creyó que fuese capaz de tanta desfachatez, pero se sentó decidida a no fijar límites en adelante a la desvergüenza de un desvergonzado. Tanto Jane como ella estaban ruborizadas, pero las mejillas de los causantes de su turbación permanecían inmutables.
No faltó la conversación. La novia y la madre hablaban sin respiro, y Wickham, que se sentó al lado de Elizabeth, comenzó a preguntar por sus conocidos de la vecindad con una alegría y buen humor, que ella no habría podido igualar en sus respuestas. Tanto Lydia como Wickham parecían tener unos recuerdos maravillosos. Recordaban todo lo pasado sin ningún pesar, y ella hablaba voluntariamente de cosas a las que sus hermanas no habrían hecho alusión por nada del mundo.
––¡Ya han pasado tres meses desde que me fui! ––exclamó––. ¡Y parece que fue hace sólo quince días! Y, sin embargo, ¡cuántas cosas han ocurrido! ¡Dios mío! Cuando me fui no tenía ni idea de que cuando volviera iba a estar casada; aunque pensaba que sería divertidísimo que así fuese.
Su padre alzó los ojos; Jane estaba angustiada; Elizabeth miró a Lydia significativamente, pero ella, que nunca veía ni oía lo que no le interesaba, continuó alegremente:
––Mamá, ¿sabe la gente de por aquí que me he casado? Me temía que no, y por eso, cuando adelantamos el carruaje de William Goulding, quise que se enterase; bajé el cristal que quedaba a su lado y me quité el guante y apoyé la mano en el marco de la ventanilla para que me viese el anillo. Entonces le saludé y sonreí como si nada.
Elizabeth no lo aguantó más. Se levantó y se fue a su cuarto y no bajó hasta oír que pasaban por el vestíbulo en dirección al comedor. Llegó a tiempo de ver cómo Lydia, pavoneándose, se colocaba en la mesa al lado derecho de su madre y le decía a su hermana mayor:
––Jane, ahora me corresponde a mí tu puesto. Tú pasas a segundo lugar, porque yo soy una señora casada.

No cabía suponer que el tiempo diese a Lydia aquella mesura de la que siempre había carecido. Su tranquilidad de espíritu y su desenfado iban en aumento. Estaba impaciente por ver a la señora Philips, a los Lucas y a todos los demás vecinos, para oír cómo la llamaban «señora Wickham». Mientras tanto, después de comer, fue a enseñar su anillo de boda a la señora Hill y a las dos criadas para presumir de casada.

––Bien, mamá ––dijo cuando todos volvieron al saloncillo––, ¿qué te parece mi marido? ¿No es encantador? Estoy segura de que todas mis hermanas me envidian; sólo deseo que tengan la mitad de suerte que yo. Deberían ir a Brighton; es un sitio ideal para conseguir marido. ¡Qué pena que no hayamos ido todos!
––Es verdad. Si yo mandase, habríamos ido. Lydia, querida mía, no me gusta nada que te vayas tan lejos. ¿Tiene que ser así?
––¡Oh, Señor! Sí, no hay más remedio. Pero me gustará mucho. Tú, papá y mis hermanas tenéis que venir a vernos. Estaremos en Newcastle todo el invierno, y habrá seguramente algunos bailes; procuraré conseguir buenas parejas para todas.
––¡Eso es lo que más me gustaría! ––suspiró su madre.
––Y cuando regreséis, que se queden con nosotros una o dos de mis hermanas, y estoy segura de que les habré encontrado marido antes de que acabe el invierno:
––Te agradezco la intención ––repuso Elizabeth––, pero no me gusta mucho que digamos tu manera de conseguir marido.
Los invitados iban a estar en Longbourn diez días solamente. Wickham había recibido su destino antes de salir de Londres y tenía que incorporarse a su regimiento dentro de una quincena.
Nadie, excepto la señora Bennet, sentía que su estancia fuese tan corta. La mayor parte del tiempo se lo pasó en hacer visitas acompañada de su hija y en organizar fiestas en la casa. Las fiestas eran gratas a todos; evitar el círculo familiar era aún más deseable para los que pensaban que para los que no pensaban.
El cariño de Wickham por Lydia era exactamente tal como Elizabeth se lo había imaginado, y muy distinto que el de Lydia por él. No necesitó Elizabeth más que observar un poco a su hermana para darse cuenta de que la fuga había obedecido más al amor de ella por él que al de él por ella. Se habría extrañado de que Wickham se hubiera fugado con una mujer hacia la que no sentía ninguna atracción especial, si no hubiese tenido por cierto que la mala situación en que se encontraba le había impuesto aquella acción, y no era él hombre, en semejante caso, para rehuir la oportunidad de tener una compañera.
Lydia estaba loca por él; su «querido Wickham» no se la caía de la boca, era el hombre más perfecto del mundo y todo lo que hacía estaba bien hecho. Aseguraba que a primeros de septiembre Wickham mataría más pájaros que nadie de la comarca.
Una mañana, poco después de su llegada, mientras estaba sentada con sus hermanas mayores, Lydia le dijo a Elizabeth:
––Creo que todavía no te he contado cómo fue mi boda. No estabas presente cuando se la expliqué a mamá y a las otras. ¿No te interesa saberlo?
––Realmente, no ––contestó Elizabeth––; no deberías hablar mucho de ese asunto.
––¡Ay, qué rara eres! Pero quiero contártelo. Ya sabes que nos casamos en San Clemente, porque el alojamiento de Wickham pertenecía a esa parroquia. Habíamos acordado estar todos allí a las once. Mis tíos y yo teníamos que ir juntos y reunirnos con los demás en la iglesia. Bueno; llegó la mañana del lunes y yo estaba que no veía. ¿Sabes? ¡Tenía un miedo de que pasara algo que lo echase todo a perder, me habría vuelto loca! Mientras me vestí, mi tía me estuvo predicando dale que dale como si me estuviera leyendo un sermón. Pero yo no escuché ni la décima parte de sus palabras porque, como puedes suponer, pensaba en mi querido Wickham, y en si se pondría su traje azul para la boda.
»Bueno; desayunamos a las diez, como de costumbre. Yo creí que aquello no acabaría nunca, porque has de saber que los tíos estuvieron pesadísimos conmigo durante todo el tiempo que pasé con ellos. Créeme, no puse los pies fuera de casa en los quince días; ni una fiesta, ninguna excursión, ¡nada! La verdad es que Londres no estaba muy animado; pero el Little Theatre estaba abierto. En cuanto llegó el coche a la puerta, mi tío tuvo que atender a aquel horrible señor Stone para cierto asunto. Y ya sabes que en cuanto se encuentran, la cosa va para largo. Bueno, yo tenía tanto miedo que no sabía qué hacer, porque mi tío iba a ser el padrino, y si llegábamos después de la hora, ya no podríamos casarnos aquel día. Pero, afortunadamente, mi tío estuvo listo a los dos minutos y salimos para la iglesia. Pero después me acordé de que si tío Gardiner no hubiese podido ir a la boda, de todos modos no se habría suspendido, porque el señor Darcy podía haber ocupado su lugar.
¡El señor Darcy! ––repitió Elizabeth con total asombro.
¡Claro! Acompañaba a Wickham, ya sabes. Pero ¡ay de mí, se me había olvidado! No debí decirlo. Se lo prometí fielmente. ¿Qué dirá Wickham? ¡Era un secreto!
––Si era un secreto ––dijo Jane–– no digas ni una palabra más. Yo no quiero saberlo.
––Naturalmente ––añadió Elizabeth, a pesar de que se moría de curiosidad––, no te preguntaremos nada.
––Gracias ––dijo Lydia––, porque si me preguntáis, os lo contaría todo y Wickham se enfadaría.
Con semejante incentivo para sonsacarle, Elizabeth se abstuvo de hacerlo y para huir de la tentación se marchó.
Pero ignorar aquello era imposible o, por lo menos, lo era no tratar de informarse. Darcy había asistido a la boda de Lydia. Tanto el hecho como sus protagonistas parecían precisamente los menos indicados para que Darcy se mezclase con ellos. Por su cabeza cruzaron rápidas y confusas conjeturas sobre lo que aquello significaba, pero ninguna le pareció aceptable. Las que más le complacían, porque enaltecían a Darcy, eran aparentemente improbables. No podía soportar tal incertidumbre, por lo que se apresuró y cogió una hoja de papel para escribir una breve carta a su tía pidiéndole le aclarase lo que a Lydia se le había escapado, si era compatible con el secreto del asunto.
«Ya comprenderás ––añadía–– que necesito saber por qué una persona que no tiene nada que ver con nosotros y que propiamente hablando es un extraño para nuestra familia, ha estado con vosotros en ese momento. Te suplico que me contestes a vuelta de correo y me lo expliques, a no ser que haya poderosas razones que impongan el secreto que Lydia dice, en cuyo caso tendré que tratar de resignarme con la ignorancia.»
«Pero no lo haré», se dijo a sí misma al acabar la carta; «y querida tía, si no me lo cuentas, me veré obligada a recurrir a tretas y estratagemas para averiguarlo».
El delicado sentido del honor de Jane le impidió hablar a solas con Elizabeth de lo que a Lydia se le había escapado. Elizabeth se alegró, aunque de esta manera, si sus pesquisas daban resultado, no podría tener un confidente.

To be continued...

4 comentarios:

  1. Cierto que sigue sin actualizarse tu hermoso saloncito en mi blogroll, pero por ello no te preocupes, a diario me paso por tu rinconcito para leerte, deleitarme con las imágenes y con la música. Pocas veces el son de un pianoforte me ha alcanzado a erizar el vello de la nuca con tal intensidad como cuando escucho esta hermosa tonada de Pride and Prejudice. La melodía que interpreta Georgiana cuando Lizzie la espía en Pemberley igualmente es una delicia.

    Besos y gracias por la feliz tarea de regalarnos estos capítulos. Jamás me cansaría de leerlos pues, junto con Sense and Sensibility, son mis dos novelas favoritas de la querida Jane.

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  2. Me alegra mucho, amiga que te sientas a gusto en mi saloncito y que lo visites, aunque no se actualice en la lista de blogs. Ya me había pasado, pero luego se arreglo, espero que funcione pronto.
    A mi me sucede lo mismo con las melodías de OyP, son muy hermosas, en especial DAWN.
    Es para mí un placer deleitarnos con las románticas historias de Jane. Mis predilectas son Pride and Prejudice y Persuasion, sin embargo todas son verdaderas obras de arte.

    Abrazos mi amiga.

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  3. Hermoso blog!
    En estos momentos me encuentro leyendo y descubriendo este hermoso libro :D
    Te dejo un abrazo,
    Ce.

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  4. Hola Ceci, bienvenida. Me alegra que te guste mi humilde morada.
    Qué bueno que estes leyendo y descubriendo esta obra de arte que creó mi amada Jane Austen como lo es Orgullo y Prejuicio. Te aseguro que, una vez termines de leerla, no será la única vez. Es una historia que engancha y enamora de por vida.

    Besos y abrazos.

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Te agradeceré si me dejas tu granito de arena en forma de comentario. No te preocupes si no lo respondo, ten la seguridad que siempre lo leo y lo detallo.

Un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado, un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora

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