martes, 29 de marzo de 2011

Tienes un E.mail

El  pasado año, hice una entrada sobre la similitudes entre la película del 2006, La Casa del Lago, y la historia de Jane Austen, Persuasión . 
Esta vez hablaré sobre la película Tienes un E-mail y sobre sus similitudes con Orgullo y Prejuicio.




Tienes un E-mail, originalmente llamada You've got mail, es una película de 1998 dirigida por Nora Ephrones un 'remake' de ''El Bazar de las Sorpresas'' de Lubisth de 1940. Aunque según la critica, Ephron no llega a la calidad de la obra de Lubisth, es una película que, a mi criterio, es bastante divertida, agradable y conmovedora.




Sinopsis:
Kathleen Kelly (Meg Ryan), la propietaria de una pequeña librería de cuentos infantiles ve peligrar su negocio cuando una cadena de grandes librerías abre un local al lado de su tienda. Conocerá a Joe Fox (Tom Hanks), el hijo del dueño de la cadena que el produce una gran antipatía por su forma de llevar los negocios. Lo que ambos desconocen es que mantienen una relación por correo electrónico.


Pese a que la obra de Ephron no es una adaptación de la obra de Jane, varios detalles de la película hacen recordar Orgullo y Prejuicio.


Nexos entre ambas obras:

  • Los protagonistas, al igual que la obra de Austen, no se llevan bien al principio. Joe es orgulloso y arrogante al principio, y Kathleen por su parte, tiene prejuicios contra él.

  • Al igual que Darcy trata de ganarse el afecto de Elizabeth, Joe Fox hace lo posible por caerle bien a Kathleen Kelly.
  • El libro favorito de la protagonista es Orgullo y Prejuicio. Esto se hace patente en la escena del café (mi favorita), donde kathleen tiene el libro consigo. 
(Esta escena, por cierto, me recuerda la primera declaración de Darcy donde Lizzy lo ofende y el se marcha, al igual que Kathleen con Joe).

  • En varias escenas de la película se nombra la obra de Austen.

  •  Al igual que Darcy en la versión del 79 de Orgullo y Prejuicio, Joe Fox tiene un perro.


  • En la conclusión de la película,  la protagonista a cambiado completamente de parecer respecto a Joe Fox, lo mismo que ocurre con Lizzy en Orgullo y Prejuicio.


Diálogos y frases:


Los diálogos y frases de esta película son muy encantadores:


- Internet no es más que otro medio para ser rechazado por una mujer.

- Esta mujer es la criatura más adorable de cuantas he conocido en la red.

- La gente dice que cambiar siempre es bueno pero lo que en realidad quieren decir es que algo que no querías que pasara, ha ocurrido.


- ¡Orgullo y Prejuicio! Apuesto a que lo lee todos los años y le encanta ese tal... señor Darcy, y su sensible corazón late salvajemente ante la idea de que él y...bueno, como se llame la chica, al fin puedan de verdad terminar juntos.


- La heroína de Orgullo y Prejuicio es Elizabeth Bennet, uno de los más grandes personajes de la literatura, por si no lo sabía.


- Pues para que lo sepa, lo he leído.


- Oh, pues mejor para usted.


- Creo que sabría muchas cosas sobre mí si me conociera.


- ...Pero nunca me perdonarás, igual que Elizabeth...


- ¿Qué?


- Elizabeth Bennet en Orgullo y Prejuicio, era muy orgullosa...


- Creí que odiabas ese libro


- ...o demasiado prejuiciosa... y el Sr. Darcy muy orgulloso... bueno, ya lo olvidé.



Es un hecho increíble el que a través de la historia, después de casi 200 años de la muerte de Jane, se han hecho muchas adaptaciones cinematográficas, continuaciones literarias de sus obras, sean fieles o modernas, y muchos escritores se han inspirado en ella. De modo que es evidente la gran influencia que ha tenido en el mundo actual y que seguirá teniendo.

sábado, 26 de marzo de 2011

Apaga la luz, enciende el planeta

 Fue en el año 2007 cuando en Australia, 2,2 millones de seres humanos apagaron la luz en la ciudad de Sydney y el mundo se estremeció cuando vió como se iluminaba el planeta. Hoy sábado, a la 20:30 se producirá "La Hora del Planeta 2010" y más de 1.000 millones de personas de todo el mundo apretarán el interruptor que será su aportación consciente a la lucha para preservar nuestro planeta. "Apaga la luz, enciende el planeta", es el lema que dice que todos somos parte de la solución al problema climático.


     Hoy 26 de Marzo, 2011 a las 20:30 horas (hora local de cada pais), la WWF le pide a individuos, empresas, gobiernos y organizaciones alrededor del mundo que apaguen sus luces durante una hora, La Hora del Planeta, para demostrar globalmente su preocupación por el cambio climático y demostrar su compromiso para encontrar soluciones... 

     La Hora de la Tierra es un evento promocionado por el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF por sus siglas en inglés) que se celebra el último sábado de marzo de cada año y que consiste en un apagón voluntario, se pide hogares y empresas que apaguen las luces y otros aparatos eléctricos durante una hora. Con este evento se pretende concienciar a la sociedad sobre la necesidad de adoptar medidas frente al cambio climático antropogénico y las emisiones contaminantes, así como ahorrar energía, y aminorar la contaminación lumínica. Según los organizadores del evento internacional, apagar o reducir la energía en negocios, casas, y otros lugares, resultará en la baja de las emisiones de CO2.

Desde el punto de vista científico, la Hora del Planeta no beneficia en absoluto a la Ecología mundial. Más bien al contrario, se puede decir que este evento perjudica al medio ambiente. Al apagar las luces se contribuye a una disminución brusca de la producción de energía en las centrales. Al pasar los 60 minutos que dura este acontecimiento se produce un aumento brusco de la producción que había sido más baja de lo normal durante esos 60 minutos. Como consecuencia se produce el fenómeno de la sobretensión, es decir, un pico de tensión, que trae como consecuencia un mayor gasto energético, así como un sobrecalentamiento que provocaría, si el evento se realizara a mayor escala (si se sumaran más ciudadanos y empresas al propósito de realizar la Hora del planeta) daños graves en los equipos. Además, esto causaría cortes en el suministro.
La crítica más dura que recibe este evento, es precisamente que no se consigue un ahorro energético, sino todo lo contrario.
 WWF impulsa esta iniciativa en estrecha coordinación con autoridades, empresas y medios de comunicación para que hogares, negocios y ciudades apaguemos nuestras luces y artefactos eléctricos demostrando el compromiso de todos los ciudadanos con el cuidado de nuestro planeta y con la lucha contra el calentamiento global.

¿Qué podemos hacer mientras la hora del Planeta?
  • Ahorra energía apagando las luces y equipos electrónicos.
  • Se eficiente colocando bombillas de bajo consumo.
  • Disminuye tus emisiones programando la calefacción a 20º C.
  • Implícate y pide a tu gobierno que actúe contra el cambio climático.
  • Disfruta organizando una fiesta  con velas con tus amigos.



¡Así que unámonos todos a esta iniciativa contra el cambio climático!

miércoles, 23 de marzo de 2011

Detalles de Orgullo y Prejuicio 2005 (La mano de Darcy)

Es una verdad universalmente reconocida que cuando vemos una película tantas veces, nos fijamos en el más mínimo detalle, y cada uno de Orgullo y Prejuicio (2005) nos revela muchisísimo. Hace pocos días la contemplé de nuevo y pude analizarlos mejor.

Una escena que siempre me ha llamado mucho la atención y que nos revela mucho más de lo que pensamos es la primera vez que Darcy toca a Lizzy.
Aunque esto no sucede en el libro, es algo que me persuadió a querer leerlo.
Recordemos que esta escena transcurre en la partida de Elizabeth junto a su familia tras la recuperación de Jane en Netherfield.

En la época de Jane Austen, los hombres debían ser verdaderos caballeros, de modo que Darcy lo demostró ayudando a Elizabeth a subir al carruaje.
En aquel entonces,  los hombres y las mujeres nunca se tocaban, debido a que la mayoría de veces usaban guantes, solo era aceptable cuando estaban bailando o cuando ya estuvieran casados.

Darcy y Lizzy no se habían tocado nunca antes, y para esta parte de la novela Darcy ya sentía algo por ella, pero no lo había aceptado, y Lizzy lo aborrecía y aún no tenia idea de los sentimientos de él, de modo que cuando él la ayudó a subir al carruaje se tocaron por primera vez, y para Darcy fue totalmente sorpresivo; por eso, se muestra la mano de Darcy extendiendose cuando da media vuelta y se aleja, como si pensara: ''Cielos. ¡La toqué! En verdad la toqué''.

Pero esta no es la única vez que se muestra la mano de Darcy. Cuando Lizzy visita Pemberley y espía a Georgiana y a Darcy, ella corre avergonzada. Mientras tanto, Darcy la alcanza y se encuentra muy cariñoso y amable al tratarla. Pero cuando ella se marcha tras rechazar su ofrecimiento de acompañarla, se muestra una vez más su mano. ¿Qué significa esto? Como sabemos, en esta parte de la historia, el amor de Darcy por Lizzy ya ha crecido en gran manera, y ya se lo ha confesado. La imagen de su mano nos transmite la idea que él ansiaba el cariño de Elizabeth, quería estar a su lado, deseaba estar con ella. En pocas palabras:ansiaba tocarla.


Lizzy y Darcy en Pemberley

(En la próxima entrega de Detalles de Orgullo y Prejuicio veremos los diálogos).

Para ver Detalles de Orgullo y Prejuicio 2005 (El lenguaje de las manos), click aquí.

sábado, 19 de marzo de 2011

Obsequios y agradecimientos con mucho cariño

Hace poco, una gran amiga virtual me concedió un hermoso regalo. Es el primero que me han dado y, como sabemos todos, las primeras cosas jamás se olvidan. Quiero aprovechar para agradecerle ese hermoso gesto de su parte. Gracias Akasha por tu maravilloso obsequio:




También aprovecho para disculparme, amiga, te debo una lectura.

Esta es mi primera entrega de obsequios y se la dedico desde lo más profundo de mi corazón a tres maravillosas damas que nos une la pasión por las novelas de mi Jane. 
El primero quiero dárselo a una increíble dama inquieta, soñadora y romántica, y con la cual comparto la enorme pasión por los amores de Regencia:



Mi segundo obsequio es para otra dama muy especial, es mi viajera favorita. En cada entrega suya me pierdo en sus maravillosas letras, viajo con ella a donde ella va y cuyo blog está en la aldea más hermosa de toda Inglaterra. 



Mi tercer obsequio de esta entrega especial, pero no el menos importante es para una maravillosa dama, cuyo seudónimo me recuerda a mi princesa favorita de Disney. Ella es una de tantas que sueña inmensamente con ser Amanda. Te mereces a Mr. Darcy, el esplendor de Pemberley y mucho más. 


Quiero agradecer profundamente a todos mis lectores que se pierden en mis letras de cada entrada, quisiera darles a cada uno un regalo, pero me es imposible hacerlo. Ya se han convertido en parte de mi vida. Nos ha unido la gran pasión por las románticas historias de Jane Austen en especial Orgullo y Prejuicio.

Nos leemos mis maravillosos lectores.

viernes, 11 de marzo de 2011

Orgullo y Prejuicio LVII a LXI (Fin)

Este es el final de mi novela favorita. Espero que su lectura haya sido muy placentera.

 

Capitulo LVII


No sin dificultad logró vencer Elizabeth la agitación que le causó aquella extraordinaria visita. Estuvo muchas horas sin poder pensar en otra cosa. Al parecer, lady Catherine se había tomado la molestia de hacer el viaje desde Rosings a Hertfordshire con el único fin de romper su supuesto compromiso con Darcy. Aunque lady Catherine era muy capaz de semejante proyecto, Elizabeth no alcanzaba a imaginar de dónde había sacado la noticia de dicho compromiso, hasta que recordó que el ser él tan amigo de Bingley y ella hermana de Jane, podía haber dado origen a la idea, ya que la boda de los unos predisponía a suponer la de los otros. Elizabeth había pensado, efectivamente, que el matrimonio de su hermana les acercaría a ella y a Darcy. Por eso mismo debió de ser por lo que los Lucas ––por cuya correspondencia con los Collins presumía Elizabeth que la conjetura había llegado a oídos de lady Catherine dieron por inmediato lo que ella también había creído posible para más adelante.
Pero al meditar sobre las palabras de lady Catherine, no pudo evitar cierta intranquilidad por las consecuencias que podía tener su intromisión. De lo que dijo acerca de su resolución de impedir el casamiento, dedujo Elizabeth que tenía el propósito de interpelar a su sobrino, y no sabía cómo tomaría Darcy la relación de los peligros que entrañaba su unión con ella. Ignoraba hasta dónde llegaba el afecto de Darcy por su tía y el caso que hacía de su parecer; pero era lógico suponer que tuviese más consideración a Su Señoría de la que tenía ella, y estaba segura de que su tía le tocaría el punto flaco al enumerar las desdichas de un matrimonio con una persona de familia tan desigual a la suya. Dadas las ideas de Darcy sobre ese particular, Elizabeth creía probable que los argumentos que a ella le habían parecido tan débiles y ridículos se le antojasen a él llenos de buen sentido y sólido razonamiento.
De modo que si Darcy había vacilado antes sobre lo que tenía que hacer, cosa que a menudo había aparentado, las advertencias e instancias de un deudo tan allegado disiparían quizá todas sus dudas y le inclinarían de una vez para siempre a ser todo lo feliz que le permitiese una dignidad inmaculada. En ese caso, Darcy no volvería a Hertfordshire. Lady Catherine le vería a su paso por Londres, y el joven rescindiría su compromiso con Bingley de volver a Netherfield.
«Por lo tanto ––se dijo Elizabeth––, si dentro de pocos días Bingley recibe una excusa de Darcy para no venir, sabré a qué atenerme. Y entonces tendré que alejar de mí toda esperanza y toda ilusión sobre su constancia. Si se conforma con lamentar mi pérdida cuando podía haber obtenido mi amor y mi mano, yo también dejaré pronto de lamentar el perderle a él.»
La sorpresa del resto de la familia al saber quién había sido la visita fue enorme; pero se lo explicaron todo del mismo modo que la señora Bennet, y Elizabeth se ahorró tener que mencionar su indignación.
A la mañana siguiente, al bajar de su cuarto, se encontró con su padre que salía de la biblioteca con una carta en la mano.
––Elizabeth ––le dijo––, iba a buscarte. Ven conmigo.
Elizabeth le siguió y su curiosidad por saber lo que tendría que comunicarle aumentó pensando que a lo mejor estaba relacionado con lo del día anterior. Repentinamente se le ocurrió que la carta podía ser de lady Catherine, y previó con desaliento de lo que se trataba.
Fue con su padre hasta la chimenea y ambos se sentaron. Entonces el señor Bennet dijo:
––He recibido una carta esta mañana que me ha dejado patidifuso. Como se refiere a ti principalmente, debes conocer su contenido. No he sabido hasta ahora que tenía dos hijas a punto de casarse. Permíteme que te felicite por una conquista así.
Elizabeth se quedó demudada creyendo que la carta en vez de ser de la tía era del sobrino; y titubeaba entre alegrarse de que Darcy se explicase por fin, y ofenderse de que no le hubiese dirigido a ella la carta, cuando su padre continuó:
––Parece que lo adivinas. Las muchachas tenéis una gran intuición para estos asuntos. Pero creo poder desafiar tu sagacidad retándote a que descubras el nombre de tu admirador. La carta es de Collins.
––¡De Collins! ¿Y qué tiene él que decir? ––Como era de esperar, algo muy oportuno. Comienza con la enhorabuena por la próxima boda de mi hija mayor, de la cual parece haber sido informado por alguno de los bondadosos y parlanchines Lucas. No te aburriré leyéndote lo que dice sobre ese punto. Lo referente a ti es lo siguiente:
«Después de haberle felicitado a usted de parte de la señora Collins y mía por tan fausto acontecimiento, permítame añadir una breve advertencia acerca de otro asunto, del cual hemos tenido noticia por el mismo conducto. Se supone que su hija Elizabeth no llevará mucho tiempo el nombre de Bennet en cuanto lo haya dejado su hermana mayor, y que la pareja que le ha tocado en suerte puede razonablemente ser considerada como una de nuestras más ilustres personalidades.»
––¿Puedes sospechar, Lizzy, lo que esto significa?
«Ese joven posee todo lo que se puede ambicionar en este mundo: soberbias propiedades, ilustre familia y un extenso patronato. Pero a pesar de todas esas tentaciones, permítame advertir a mi prima Elizabeth y a usted mismo los peligros a que pueden exponerse con una precipitada aceptación de las proposiciones de semejante caballero, que, como es natural, se inclinarán ustedes considerar como ventajosas.»
––¿No tienes idea de quién es el caballero, Elizabeth? Ahora viene.
«Los motivos que tengo para avisarle son los siguientes: su tía, lady Catherine de Bourgh, no mira ese matrimonio con buenos ojos.»
––Como ves, el caballero en cuestión es el señor Darcy. Creo, Elizabeth, que te habrás quedado de una pieza. Ni Collins ni los Lucas podían haber escogido entre el círculo de nuestras amistades un nombre que descubriese mejor que lo que propagan es un infundio. ¡El señor Darcy, que no mira a una mujer más que para criticarla, y que probablemente no te ha mirado a ti en su vida! ¡Es fenomenal!
Elizabeth trató de bromear con su padre, pero su esfuerzo no llegó más que a una sonrisa muy tímida. El humor de su padre no había tomado nunca un derrotero más desagradable para ella.
––¿No te ha divertido?
––¡Claro! Sigue leyendo.
«Cuando anoche mencioné a Su Señoría la posibilidad de ese casamiento, con su habitual condescendencia expresó su parecer sobre el asunto. Si fuera cierto, lady Catherine no daría jamás su consentimiento a lo que considera desatinadísima unión por ciertas objeciones a la familia de mi prima. Yo creí mi deber comunicar esto cuanto antes a mi prima, para que ella y su noble admirador sepan lo que ocurre y no se apresuren a efectuar un matrimonio que no ha sido debidamente autorizado.»
Y el señor Collins, además, añadía:
«Me alegro sinceramente de que el asunto de su hija Lydia se haya solucionado tan bien, y sólo lamento que se extendiese la noticia de que vivían juntos antes de que el casamiento se hubiera celebrado. No puedo olvidar lo que debo a mi situación absteniéndome de declarar mi asombro al saber que recibió usted a la joven pareja cuando estuvieron casados. Eso fue alentar el vicio; y si yo hubiese sido el rector de Longbourn, me habría opuesto resueltamente. Verdad es que debe usted perdonarlos como cristiano, pero no admitirlos en su presencia ni permitir que sus nombres sean pronunciados delante de usted.»
––¡Éste es su concepto del perdón cristiano! El resto de la carta se refiere únicamente al estado de su querida Charlotte, y a su esperanza de tener un retoño. Pero, Elizabeth, parece que no te ha divertido. Supongo que no irías a enojarte y a darte por ofendida por esta imbecilidad. ¿Para qué vivimos si no es para entretener a nuestros vecinos y reírnos nosotros de ellos a la vez?
––Sí, me he divertido mucho ––exclamó Elizabeth––. ¡Pero es tan extraño!
––Pues eso es lo que lo hace más gracioso. Si hubiesen pensado en otro hombre, no tendría nada de particular; pero la absoluta indiferencia de Darcy y la profunda tirria que tú le tienes, es lo que hace el chiste. Por mucho que me moleste escribir, no puedo prescindir de la correspondencia de Collins. La verdad es que cuando leo una carta suya, me parece superior a Wickham, a pesar de que tengo a mi yerno por el espejo de la desvergüenza y de la hipocresía. Y dime, Eliza, ¿cómo tomó la cosa lady Catherine? ¿Vino para negarte su consentimiento?
A esta pregunta Elizabeth contestó con una carcajada, y como su padre se la había dirigido sin la menor sospecha, no le importaba ––que se la repitiera. Elizabeth no se había visto nunca en la situación de fingir que sus sentimientos eran lo que no eran en realidad. Pero ahora tuvo que reír cuando más bien habría querido llorar. Su padre la había herido cruelmente al decirle aquello de la indiferencia de Darcy, y no pudo menos que maravillarse de la falta de intuición de su padre, o temer que en vez de haber visto él demasiado poco, hubiese ella visto demasiado mucho.

Capítulo LVIII


Pocos días después de la visita de lady Catherine, Bingley no sólo no recibió ninguna carta de excusa de su amigo, sino que le llevó a Longbourn en persona. Los caballeros llegaron temprano, y antes de que la señora Bennet tuviese tiempo de decirle a Darcy que había venido a visitarles su tía, cosa que Elizabeth temió por un momento, Bingley, que quería estar solo con Jane, propuso que todos salieran de paseo. Se acordó así, pero la señora Bennet no tenía costumbre de pasear y Mary no podía perder el tiempo. Así es que salieron los cinco restantes. Bingley y Jane dejaron en seguida que los otros se adelantaran y ellos se quedaron atrás. Elizabeth, Darcy y Catherine iban juntos, pero hablaban muy poco. Catherine tenía demasiado miedo a Darcy para poder charlar; Elizabeth tomaba en su fuero interno una decisión desesperada, y puede que Darcy estuviese haciendo lo mismo.
Se encaminaron hacia la casa de los Lucas, porque Catherine quería ver a María, y como Elizabeth creyó que esto podía interesarle a ella, cuando Catherine les dejó siguió andando audazmente sola con Darcy. Llegó entonces el momento de poner en práctica su decisión, y armándose de valor dijo inmediatamente:
––Señor Darcy, soy una criatura muy egoísta que no me preocupo más que de mis propios sentimientos, sin pensar que quizá lastimaría los suyos. Pero ya no puedo pasar más tiempo sin darle a usted las gracias por su bondad sin igual para con mi pobre hermana. Desde que lo supe he estado ansiando manifestarle mi gratitud. Si mi familia lo supiera, ellos también lo habrían hecho.
––Siento muchísimo ––replicó Darcy en tono de sorpresa y emoción–– que haya sido usted informada de una cosa que, mal interpretada, podía haberle causado alguna inquietud. No creí que la señora Gardiner fuese tan poco reservada.
––No culpe a mi tía. La indiscreción de Lydia fue lo primero que me descubrió su intervención en el asunto; y, como es natural, no descansé hasta que supe todos los detalles. Déjeme que le agradezca una y mil veces, en nombre de toda mi familia, el generoso interés que le llevó a tomarse tanta molestia y a sufrir tantas mortificaciones para dar con el paradero de los dos.
––Si quiere darme las gracias ––repuso Darcy––, hágalo sólo en su nombre. No negaré que el deseo de tranquilizarla se sumó a las otras razones que me impulsaron a hacer lo que hice; pero su familia no me debe nada. Les tengo un gran respeto, pero no pensé más que en usted.
Elizabeth estaba tan confusa que no podía hablar. Después de una corta pausa, su compañero añadió: ––Es usted demasiado generosa para burlarse de mí. Si sus sentimientos son aún los mismos que en el pasado abril, dígamelo de una vez. Mi cariño y mis deseos no han cambiado, pero con una sola palabra suya no volveré a insistir más.
Elizabeth, sintiéndose más torpe y más angustiada que nunca ante la situación de Darcy, hizo un esfuerzo para hablar en seguida, aunque no rápidamente, le dio a entender que sus sentimientos habían experimentado un cambio tan absoluto desde la época a la que él se refería, que ahora recibía con placer y gratitud sus proposiciones. La dicha que esta contestación proporcionó a Darcy fue la mayor de su existencia, y se expresó con todo el calor y la ternura que pueden suponerse en un hombre locamente enamorado. Si Elizabeth hubiese sido capaz de mirarle a los ojos, habría visto cuán bien se reflejaba en ellos la delicia que inundaba su corazón; pero podía escucharle, y los sentimientos que Darcy le confesaba y que le demostraban la importancia que ella tenía para él, hacían su cariño cada vez más valioso.
Siguieron paseando sin preocuparse de la dirección que llevaban. Tenían demasiado que pensar, que sentir y que decir para fijarse en nada más. Elizabeth supo en seguida que debían su acercamiento a los afanes de la tía de Darcy, que le visitó en Londres a su regreso y le contó su viaje a Longbourn, los móviles del mismo y la sustancia de su conversación con la joven, recalcando enfáticamente las expresiones que denotaban, a juicio de Su Señoría, la perversidad y descaro de Elizabeth, segura de que este relato le ayudaría en su empresa de arrancar al sobrino la promesa que ella se había negado a darle. Pero por desgracia para Su Señoría, el efecto fue contraproducente.
––Gracias a eso concebí esperanzas que antes apenas me habría atrevido a formular. Conocía de sobra el carácter de usted para saber que si hubiese estado absoluta e irrevocablemente decidida contra mí, se lo habría dicho a lady Catherine con toda claridad y franqueza.
Elizabeth se ruborizó y se rió, contestando:
––Sí, conocía usted de sobra mi franqueza para creerme capaz de eso. Después de haberle rechazado tan odiosamente cara a cara, no podía tener reparos en decirle lo mismo a todos sus parientes.
––No me dijo nada que no me mereciese. Sus acusaciones estaban mal fundadas, pero mi proceder con usted era acreedor del más severo reproche. Aquello fue imperdonable; me horroriza pensarlo.
––No vamos a discutir quién estuvo peor aquella tarde ––dijo Elizabeth––. Bien mirado, los dos tuvimos nuestras culpas. Pero me parece que los dos hemos ganado en cortesía desde entonces.
––Yo no puedo reconciliarme conmigo mismo con tanta facilidad. El recuerdo de lo que dije e hice en aquella ocasión es y será por mucho tiempo muy doloroso para mí. No puedo olvidar su frase tan acertada: «Si se hubiese portado usted más caballerosamente.» Éstas fueron sus palabras. No sabe, no puede imaginarse cuánto me han torturado, aunque confieso que tardé en ser lo bastante razonable para reconocer la verdad que encerraban.
––Crea usted que yo estaba lejos de suponer que pudieran causarle tan mala impresión. No tenía la menor idea de que le afligirían de ese modo.
––No lo dudo. Entonces me suponía usted desprovisto de todo sentimiento elevado, estoy seguro. Nunca olvidaré tampoco su expresión al decirme que de cualquier modo que me hubiese dirigido a usted, no me habría aceptado.
––No repita todas mis palabras de aquel día. Hemos de borrar ese recuerdo. Le juro que hace tiempo que estoy sinceramente avergonzada de aquello.
Darcy le habló de su carta:
––¿Le hizo a usted rectificar su opinión sobre mí? ¿Dio crédito a su contenido?
Ella le explicó el efecto que le había producido y cómo habían ido desapareciendo sus anteriores prejuicios.
––Ya sabía ––prosiguió Darcy–– que lo que le escribí tenía que apenarla, pero era necesario. Supongo que habrá destruido la carta. Había una parte, especialmente al empezar, que no querría que volviese usted a leer. Me acuerdo de ciertas expresiones que podrían hacer que me odiase.
––Quemaremos la carta si cree que es preciso para preservar mi afecto, pero aunque los dos tenemos razones para pensar que mis opiniones no son enteramente inalterables, no cambian tan fácilmente como usted supone.
––Cuando redacté aquella carta ––replicó Darcy me creía perfectamente frío y tranquilo; pero después me convencí de que la había escrito en un estado de tremenda amargura.
––Puede que empezase con amargura, pero no terminaba de igual modo. La despedida era muy cariñosa. Pero no piense más en la carta. Los sentimientos de la persona que la escribió y los de la persona que la recibió son ahora tan diferentes, que todas las circunstancias desagradables que a ella se refieran deben ser olvidadas. Ha de aprender mi filosofía. Del pasado no tiene usted que recordar más que lo placentero.
––No puedo creer en esa filosofia suya. Sus recuerdos deben de estar tan limpios de todo reproche que la satisfacción que le producen no proviene de la filosofía, sino de algo mejor: de la tranquilidad de conciencia. Pero conmigo es distinto: me salen al paso recuerdos penosos que no pueden ni deben ser  ahuyentados. He sido toda mi vida un egoísta en la práctica, aunque no en los principios. De niño me enseñaron a pensar bien, pero no a corregir mi temperamento. Me inculcaron buenas normas, pero dejaron que las siguiese cargado de orgullo y de presunción. Por desgracia fui hijo único durante varios años, y mis padres, que eran buenos en sí, particularmente mi padre, que era la bondad y el amor personificados, me permitieron, me consintieron y casi me encaminaron hacia el egoísmo y el autoritarismo, hacia la despreocupación por todo lo que no fuese mi propia familia, hacia el desprecio del resto del mundo o, por lo menos, a creer que la inteligencia y los méritos de los demás eran muy inferiores a los míos. Así desde los ocho hasta los veintiocho años, y así sería aún si no hubiese sido por usted, amadísima Elizabeth. Se lo debo todo. Me dio una lección que fue, por cierto, muy dura al principio, pero también muy provechosa. Usted me humilló como convenía, usted me enseñó lo insuficientes que eran mis pretensiones para halagar a una mujer que merece todos los halagos.
––¿Creía usted que le iba a aceptar?
––Claro que sí. ¿Qué piensa usted de mi vanidad? Creía que usted esperaba y deseaba mi declaración.
––Me porté mal, pero fue sin intención. Nunca quise engañarle, y sin embargo muchas veces me equivoco. ¡Cómo debió odiarme después de aquella tarde!
––¡Odiarla! Tal vez me quedé resentido al principio; pero el resentimiento no tardó en transformarse en algo mejor.
––Casi no me atrevo a preguntarle qué pensó al encontrarme en Pemberley. ¿Le pareció mal que hubiese ido?
––Nada de eso. Sólo me quedé sorprendido.
––Su sorpresa no sería mayor que la mía al ver que usted me saludaba. No creí tener derecho a sus atenciones y confieso que no esperaba recibir más que las merecidas.
––Me propuse ––contestó Darcy–– demostrarle, con mi mayor cortesía, que no era tan ruin como para estar dolido de lo pasado, y esperaba conseguir su perdón y atenuar el mal concepto en que me tenía probándole que no había menospreciado sus reproches. Me es difícil decirle cuánto tardaron en mezclarse a estos otros deseos, pero creo que fue a la media hora de haberla visto.
Entonces le explicó lo encantada que había quedado Georgiana al conocerla y lo que lamentó la repentina interrupción de su amistad. Esto les llevó, naturalmente, a tratar de la causa de dicha interrupción, y Elizabeth se enteró de que Darcy había decidido irse de Derbyshire en busca de Lydia antes de salir de la fonda, y que su seriedad y aspecto meditabundo no obedecían a más cavilaciones que las inherentes al citado proyecto.
Volvió Elizabeth a darle las gracias, pero aquel asunto era demasiado agobiante para ambos y no insistieron en él.
Después de andar varias millas en completo abandono y demasiado ocupados para cuidarse de otra cosa, miraron sus relojes y vieron que era hora de volver a casa.
––¿Qué habrá sido de Bingley y de Jane?
Esta exclamación les llevó a hablar de los asuntos de ambos. Darcy estaba contentísimo con su compromiso, que Bingley le había notificado inmediatamente.
––¿Puedo preguntarle si le sorprendió? ––dijo Elizabeth.
––De ningún modo. Al marcharme comprendí que la cosa era inminente.
––Es decir, que le dio usted su permiso. Ya lo sospechaba.
Y aunque él protestó de semejantes términos, ella encontró que eran muy adecuados.
––La tarde anterior a mi viaje a Londres ––dijo Darcy–– le hice una confesión que debí haberle hecho desde mucho antes. Le dije todo lo que había ocurrido para convertir mi intromisión en absurda e impertinente. Se quedó boquiabierto. Nunca había sospechado nada. Le dije además que me había engañado al suponer que Jane no le amaba, y cuando me di cuenta de que Bingley la seguía queriendo, ya no dudé que serían felices.
Elizabeth no pudo menos que sonreír al ver cuán fácilmente manejaba a su amigo.
––Cuándo le dijo que mi hermana le amaba, ¿fue porque usted lo había observado o porque yo se lo había confesado la pasada primavera?
––Por lo primero. La observé detenidamente durante las dos visitas que le hice últimamente, y me quedé convencido de su cariño por Bingley.
––Y su convencimiento le dejó a él también convencido, ¿verdad?
––Así es. Bingley es el hombre más modesto y menos presumido del mundo. Su apocamiento le impidió fiarse de su propio juicio en un caso de tanta importancia;. pero su sumisión al mío lo arregló todo. Tuve que declararle una cosa que por un tiempo y con toda razón le tuvo muy disgustado. No pude ocultarle que su hermana había estado tres meses en Londres el pasado invierno, que yo lo sabía y que no se lo dije a propósito. Se enfadó mucho. Pero estoy seguro de que se le pasó al convencerse de que su hermana le amaba todavía. Ahora me ha perdonado ya de todo corazón.
Elizabeth habría querido añadir que Bingley era el más estupendo de los amigos por la facilidad con que se le podía traer y llevar, y que era realmente impagable. Pero su contuvo. Recordó que Darcy tenía todavía que aprender a reírse de estas cosas, y que era demasiado pronto para empezar. Haciendo cábalas sobre la felicidad de Bingley que, desde luego, sólo podía ser inferior a la de ellos dos, Darcy siguió hablando hasta que llegaron a la casa. En el vestíbulo se despidieron.

Capítulo LIX

–– Elizabeth, querida, ¿por dónde has estado paseando?
Ésta es la pregunta que Jane le dirigió a Elizabeth en cuanto estuvieron en su cuarto, y la que le hicieron todos los demás al sentarse a la mesa. Elizabeth respondió que habían estado vagando hasta donde acababa el camino que ella conocía. Al decir esto se sonrojó, pero ni esto ni nada despertó la menor sospecha sobre la verdad.
La velada pasó tranquilamente sin que ocurriese nada extraordinario. Los novios oficiales charlaron y rieron, y los no oficiales estuvieron callados. La felicidad de Darcy nunca se desbordaba en regocijo; Elizabeth, agitada y confusa, sabía que era feliz más que sentirlo, pues además de su aturdimiento inmediato la inquietaban otras cosas. Preveía la que se armaría en la familia cuando supiesen lo que había ocurrido. Le constaba que Darcy no gustaba a ninguno de los de su casa más que a Jane, e incluso temía que ni su fortuna ni su posición fuesen bastante para contentarles.
Por la noche abrió su corazón a Jane, y aunque Jane no era de natural desconfiada, no pudo creer lo que su hermana le decía:
––¡Estás bromeando, Eliza! ¡Eso no puede ser! ¡Tú, comprometida con Darcy! No, no; no me engañarás. Ya sé que es imposible.
––¡Pues sí que empieza mal el asunto! Sólo en ti confiaba, pero si tú no me crees, menos me van a creer los demás. Te estoy diciendo la pura verdad. Darcy todavía me quiere y nos hemos comprometido.
Jane la miró dudando:
––Elizabeth, no es posible. ¡Pero si sé que no le puedes ni ver!
––No sabes nada de nada. Hemos de olvidar todo eso. Tal vez no siempre le haya querido como ahora; pero en estos casos una buena memoria es imperdonable. Ésta es la última vez que yo lo recuerdo.
Jane contemplaba a su hermana con asombro. Elizabeth volvió a afirmarle con la mayor seriedad que lo que decía era cierto.
––¡Cielo Santo! ¿Es posible? ¿De veras? Pero ahora ya te creo ––exclamó Jane––. ¡Querida Elizabeth! Te felicitaría, te felicito, pero..., ¿estás segura, y perdona la pregunta, completamente segura de que serás dichosa con él?
––Sin duda alguna. Ya hemos convenido que seremos la pareja más venturosa de la tierra. ¿Estás contenta, Jane? ¿Te gustará tener a Darcy por hermano?
––Mucho, muchísimo, es lo que más placer puede darnos a Bingley y a mí. Y tú, ¿le quieres realmente bastante? ¡Oh, Elizabeth! Haz cualquier cosa menos casarte sin amor. ¿Estás absolutamente segura de que sientes lo que debe sentirse?
––¡Oh, sí! Y te convencerás de que siento más de lo que debo cuando te lo haya contado todo.
––¿Qué quieres decir?
––Pues que he de confesarte que le quiero más que tú a Bingley. Temo que te disgustes.
––Hermana, querida, no estás hablando en serio. Dime una cosa que necesito saber al momento: ¿desde cuándo le quieres?
––Ese amor me ha ido viniendo tan gradualmente que apenas sé cuándo empezó; pero creo que data de la primera vez que vi sus hermosas posesiones de Pemberley.
Jane volvió a pedirle formalidad y Elizabeth habló entonces solemnemente afirmando que adoraba a Darcy. Jane quedó convencida y se dio enteramente por satisfecha.
––Ahora sí soy feliz del todo ––dijo––, porque tú vas a serlo tanto como yo. Siempre he sentido gran estimación por Darcy. Aunque no fuera más que por su amor por ti, ya le tendría que querer; pero ahora que además de ser el amigo de Bingley será tu marido, sólo a Bingley y a ti querré más que a él. ¡Pero qué callada y reservada has estado conmigo! ¿Cómo no me hablaste de lo que pasó en Pemberley y en Lambton? Lo tuve que saber todo por otra persona y no por ti.
Elizabeth le expuso los motivos de su secreto. No había querido nombrarle a Bingley, y la indecisión de sus propios sentimientos le hizo evitar también el nombre de su amigo. Pero ahora no quiso ocultarle la intervención de Darcy en el asunto de Lydia. Todo quedó aclarado y las dos hermanas se pasaron hablando la mitad de la noche.
––¡Ay, ojalá ese antipático señor Darcy no venga otra vez con nuestro querido Bingley! ––suspiró la señora Bennet al asomarse a la ventana al día siguiente––. ¿Por qué será tan pesado y vendrá aquí continuamente? Ya podría irse a cazar o a hacer cualquier cosa en lugar de venir a importunarnos. ¿Cómo podríamos quitárnoslo de encima? Elizabeth, tendrás que volver a salir de paseo con él para que no estorbe a Bingley.
Elizabeth por poco suelta una carcajada al escuchar aquella proposición tan interesante, a pesar de que le dolía que su madre le estuviese siempre insultando.
En cuanto entraron los dos caballeros, Bingley miró a Elizabeth expresivamente y le estrechó la mano con tal ardor que la joven comprendió que ya lo sabía todo. Al poco rato Bingley dijo:
Señor Bennet, ¿no tiene usted por ahí otros caminos en los que Elizabeth pueda hoy volver a perderse?
––Recomiendo al señor Darcy, a Lizzy y a Kitty ––dijo la señora Bennet–– que vayan esta mañana a la montaña de Oagham. Es un paseo largo y precioso y el señor Darcy nunca ha visto ese panorama.
––Esto puede estar bien para los otros dos ––explicó Bingley––, pero me parece que Catherine se cansaría. ¿Verdad?
La muchacha confesó que preferiría quedarse en casa; Darcy manifestó gran curiosidad por disfrutar de la vista de aquella montaña, y Elizabeth accedió a acompañarle. Cuando subió para arreglarse, la señora Bennet la siguió para decirle:
––Lizzy, siento mucho que te veas obligada a andar con una persona tan antipática; pero espero que lo hagas por Jane. Además, sólo tienes que hablarle de vez en cuando. No te molestes mucho.
Durante el paseo decidieron que aquella misma tarde pedirían el consentimiento del padre. Elizabeth se reservó el notificárselo a la madre. No podía imaginarse cómo lo tomaría; a veces dudaba de si toda la riqueza y la alcurnia de Darcy serían suficientes para contrarrestar el odio que le profesaba; pero tanto si se oponía violentamente al matrimonio, como si lo aprobaba también con violencia, lo que no tenía duda era que sus arrebatos no serían ninguna muestra de buen sentido, y por ese motivo no podría soportar que Darcy presenciase ni los primeros raptos de júbilo ni las primeras manifestaciones de su desaprobación.
Por la tarde, poco después de haberse retirado el señor Bennet a su biblioteca, Elizabeth vio que Darcy se levantaba también y le seguía. El corazón se le puso a latir fuertemente. No temía que su padre se opusiera, pero le afligiría mucho y el hecho de que fuese ella, su hija favorita, la que le daba semejante disgusto y la que iba a inspirarle tantos cuidados y pesadumbres con su desafortunada elección, tenía a Elizabeth muy entristecida. Estuvo muy abatida hasta que Darcy volvió a entrar y hasta que, al mirarle, le dio ánimos su sonrisa. A los pocos minutos Darcy se acercó a la mesa junto a la cual estaba sentada Elizabeth con Catherine, y haciendo como que miraba su labor, le dijo al oído:
––Vaya a ver a su padre: la necesita en la biblioteca.
Elizabeth salió disparada.
Su padre se paseaba por la estancia y parecía muy serio e inquieto.
––Elizabeth ––le dijo––, ¿qué vas a hacer? ¿Estás en tu sano juicio al aceptar a ese hombre? ¿No habíamos quedado en que le odiabas?
¡Cuánto sintió Elizabeth que su primer concepto de Darcy hubiera sido tan injusto y sus expresiones tan inmoderadas! Así se habría ahorrado ciertas explicaciones y confesiones que le daban muchísima vergüenza, pero que no había más remedio que hacer. Bastante confundida, Elizabeth aseguró a su padre que amaba a Darcy profundamente.
––En otras palabras, que estás decidida a casarte con él. Es rico, eso sí; podrás tener mejores trajes y mejores coches que Jane. Pero ¿te hará feliz todo eso?
––¿Tu única objeción es que crees que no le amo?
––Ni más ni menos. Todos sabemos que es un hombre orgulloso y desagradable; pero esto no tiene nada que ver si a ti te gusta.
––Pues sí, me gusta ––replicó Elizabeth con lágrimas en los ojos––; le amo. Además no tiene ningún orgullo. Es lo más amable del mundo. Tú no le conoces. Por eso te suplico que no me hagas daño hablándome de él de esa forma.
––Elizabeth ––añadió su padre––, le he dado mi consentimiento. Es uno de esos hombres, además, a quienes nunca te atreverías a negarles nada de lo que tuviesen la condescendencia de pedirte. Si estás decidida a casarte con él, te doy a ti también mi consentimiento. Pero déjame advertirte que lo pienses mejor. Conozco tu carácter, Lizzy. Sé que nunca podrás ser feliz ni prudente si no aprecias verdaderamente a tu marido, si no le consideras como a un superior. La viveza de tu talento te pondría en el más grave de los peligros si hicieras un matrimonio desigual. Difícilmente podrías salvarte del descrédito y la catástrofe. Hija mía, no me des el disgusto de verte incapaz de respetar al compañero de tu vida. No sabes lo que es eso.
Elizabeth, más conmovida aun que su padre, le respondió con vehemencia y solemnidad; y al fin logró vencer la incredulidad de su padre reiterándole la sinceridad de su amor por Darcy, exponiéndole el cambio gradual que se había producido en sus sentimientos por él, afirmándole que el afecto de él no era cosa de un día, sino que había resistido la prueba de muchos meses, y enumerando enérgicamente todas sus buenas cualidades. Hasta el punto que el señor Bennet aprobó ya sin reservas la boda.
––Bueno, querida ––le dijo cuando ella terminó de hablar––, no tengo más que decirte. Siendo así, es digno de ti. Lizzy mía, no te habría entregado a otro que valiese menos.
Para completar la favorable impresión de su padre, Elizabeth le relató lo que Darcy había hecho espontáneamente por Lydia.
––¡Ésta es de veras una tarde de asombro! ¿De modo que Darcy lo hizo todo: llevó a efecto el casamiento, dio el dinero, pagó las deudas del pollo y le obtuvo el destino? Mejor: así me libraré de un mar de confusiones y de cuentas. Si lo hubiese hecho tu tío, habría tenido que pagarle; pero esos jóvenes y apasionados enamorados cargan con todo. Mañana le ofreceré pagarle; él protestará y hará una escena invocando su amor por ti, y asunto concluido.
Entonces recordó el señor Bennet lo mal que lo había pasado Elizabeth mientras él le leía la carta de Collins, y después de bromear con ella un rato, la dejó que se fuera y le dijo cuando salía de la habitación:
––Si viene algún muchacho por Mary o Catherine, envíamelo, que estoy completamente desocupado.
Elizabeth sintió que le habían quitado un enorme peso de encima, y después de media hora de tranquila reflexión en su aposento, se halló en disposición de reunirse con los demás, bastante sosegada. Las cosas estaban demasiado recientes para poderse abandonar a la alegría, pero la tarde pasó en medio de la mayor serenidad. Nada tenía que temer, y el bienestar de la soltura y de la familiaridad vendrían a su debido tiempo.
Cuando su madre se retiró a su cuarto por la noche, Elizabeth entró con ella y le hizo la importante comunicación. El efecto fue extraordinario, porque al principio la señora Bennet se quedó absolutamente inmóvil, incapaz de articular palabra; y hasta al cabo de muchos minutos no pudo comprender lo que había oído, a pesar de que comúnmente no era muy reacia a creer todo lo que significase alguna ventaja para su familia o noviazgo para alguna de sus hijas. Por fin empezó a recobrarse y a agitarse. Se levantaba y se volvía a sentar. Se maravillaba y se congratulaba:
––¡Cielo santo! ¡Que Dios me bendiga! ¿Qué dices querida hija? ¿El señor Darcy? ¡Quién lo iba a decir! ¡Oh, Eliza de mi alma! ¡Qué rica y qué importante vas a ser! ¡Qué dineral, qué joyas, qué coches vas a tener! Lo de Jane no es nada en comparación, lo que se dice nada. ¡Qué contenta estoy, qué feliz! ¡Qué hombre tan encantador, tan guapo, tan bien plantado! ¡Lizzy, vida mía, perdóname que antes me fuese tan antipático! Espero que él me perdone también. ¡Elizabeth de mi corazón! ¡Una casa en la capital! ¡Todo lo apetecible! ¡Tres hijas casadas! ¡Diez mil libras al año! ¡Madre mía! ¿Qué va a ser de mí? ¡Voy a enloquecer!
Esto bastaba para demostrar que su aprobación era indudable. Elizabeth, encantada de que aquellas efusiones no hubiesen sido oídas más que por ella, se fue en seguida. Pero no hacía tres minutos que estaba en su cuarto, cuando entró su madre.
––¡Hija de mi corazón! ––exclamó. No puedo pensar en otra cosa. ¡Diez mil libras anuales y puede que más! ¡Vale tanto como un lord! Y licencia especial, porque debéis tener que casaros con licencia especial. Prenda mía, dime qué plato le gusta más a Darcy para que pueda preparárselo para mañana.
Mal presagio era esto de lo que iba a ser la conducta de la señora Bennet con el caballero en cuestión, y Elizabeth comprendió que a pesar de poseer el ardiente amor de Darcy y el consentimiento de toda su familia, todavía le faltaba algo. Pero la mañana siguiente transcurrió mejor de lo que había creído, porque, felizmente, su futuro yerno le infundía a la señora Bennet tal pavor, que no se atrevía a hablarle más que cuando podía dedicarle alguna atención o asentir a lo que él decía.
Elizabeth tuvo la satisfacción de ver que su padre se esforzaba en intimar con él, y le aseguró, para colmo, que cada día le gustaba más.

Capítulo LX


Elizabeth no tardó en recobrar su alegría, y quiso que Darcy le contara cómo se había enamorado de ella:

––¿Cómo empezó todo? ––le dijo––. Comprendo que una vez en el camino siguieras adelante, pero ¿cuál fue el primer momento en el que te gusté?
––No puedo concretar la hora, ni el sitio, ni la mirada, ni las palabras que pusieron los cimientos de mi amor. Hace bastante tiempo. Estaba ya medio enamorado de ti antes de saber que te quería.
––Pues mi belleza bien poco te conmovió. Y en lo que se refiere a mis modales contigo, lindaban con la grosería. Nunca te hablaba más que para molestarte. Sé franco: ¿me admiraste por mi impertinencia?
––Por tu vigor y por tu inteligencia.
––Puedes llamarlo impertinencia, pues era poco menos que eso. Lo cierto es que estabas harto de cortesías, de deferencias, de atenciones. Te fastidiaban las mujeres que hablaban sólo para atraerte. Yo te irrité y te interesé porque no me parecía a ellas. Por eso, si no hubieses sido en realidad tan afable, me habrías odiado; pero a pesar del trabajo que te tomabas en disimular, tus sentimientos eran nobles y justos, y desde el fondo de tu corazón despreciabas por completo a las personas que tan asiduamente te cortejaban. Mira cómo te he ahorrado la molestia de explicármelo. Y, la verdad, al fin y al cabo, empiezo a creer que es perfectamente razonable. Estoy segura de que ahora no me encuentras ningún mérito, pero nadie repara en eso cuando se enamora.
––¿No había ningún mérito en tu cariñosa conducta con Jane cuando cayó enferma en Netherfield?
––¡Mi querida Jane! Cualquiera habría hecho lo mismo por ella. Pero interprétalo como virtud, si quieres. Mis buenas cualidades te pertenecen ahora, y puedes exagerarlas cuanto se te antoje. En cambio a mí me corresponde el encontrar ocasiones de contrariarte y de discutir contigo tan a menudo como pueda. Así es que voy a empezar ahora mismo. ¿Por qué tardaste tanto en volverme a hablar de tu cariño? ¿Por qué estabas tan tímido cuando viniste la primera vez y luego cuando comiste con nosotros? ¿Por qué, especialmente, mientras estabas en casa, te comportabas como si yo no te importase nada?
––Porque te veía seria y silenciosa y no me animabas.
––Estaba muy violenta.
––Y yo también.
––Podías haberme hablado más cuando venías a comer.
––Si hubiese estado menos conmovido, lo habría hecho.
––¡Qué lástima que siempre tengas una contestación razonable, y que yo sea también tan razonable que la admita! Pero si tú hubieses tenido que decidirte, todavía estaríamos esperando. ¿Cuándo me habrías dicho algo, si no soy yo la que empieza? Mi decisión de darte las gracias por lo que hiciste por Lydia surtió buen efecto; demasiado: estoy asustada; porque ¿cómo queda la moral si nuestra felicidad brotó de la infracción de una promesa? Yo no debí haber hablado de aquello, no volveré a hacerlo.
––No te atormentes. La moral quedará a salvo por completo. El incalificable proceder de lady Catherine para separarnos fue lo que disipó todas mis dudas. No debo mi dicha actual a tu vehemente deseo de expresarme tu gratitud. No necesitaba que tú me dijeras nada. La narración de mi tía me había dado esperanzas y estaba decidido a saberlo todo de una vez.
––Lady Catherine nos ha sido, pues, infinitamente útil, cosa que debería extasiarla a ella que tanto le gusta ser útil a todo el mundo. Pero dime, ¿por qué volviste a Netherfield? ¿Fue sólo para venir a Longbourn a azorarte, o pensaste en obtener un resultado más serio?
––Mi verdadero propósito era verte y comprobar si podía abrigar aún esperanzas de que me amases. Lo que confesaba o me confesaba a mí mismo era ver si tu hermana quería todavía a Bingley, y, de ser así, reiterarle la confesión que ya otra vez le había hecho.
––¿Tendrás valor de anunciarle a lady Catherine lo que le espera?
––Puede que más bien me falte tiempo que valor. Vamos a ello ahora mismo. Si me das un pliego de papel, lo hago inmediatamente.
––Y si yo no tuviese que escribir otra carta, podría sentarme a tu lado y admirar la uniformidad de tu letra, como hacía cierta señorita en otra ocasión. Pero yo tengo una tía a la que no quiero dejar olvidada por más tiempo.
Por no querer confesar que habían exagerado su intimidad con Darcy, Elizabeth no había contestado aún a la larga carta de la señora Gardiner. Pero ahora, al poder anunciarles lo que tan bien recibido sería, casi se avergonzaba de que sus tíos se hubieran perdido tres días de disfrutar de aquella noticia. Su carta fue como sigue:
«Querida tía: te habría dado antes, como era mi deber, las gracias por tu extensa, amable y satisfactoria descripción del hecho que tú sabes; pero sabrás que estaba demasiado afligida para hacerlo. Tus suposiciones iban más allá de la realidad. Pero ahora ya puedes suponer lo que te plazca, puedes dar rienda suelta a tu fantasía, puedes permitir a tu imaginación que vuele libremente, y no errarás más que si te figuras que ya estoy casada. Tienes que escribirme pronto y alabar a Darcy mucho más de lo que le alababas en tu última carta. Doy gracias a Dios una y mil veces por no haber ido a los Lagos. ¡Qué necedad la mía al desearlo! Tu idea de las jacas es magnífica; todos los días recorreremos la finca. Soy la criatura más dichosa del mundo. Tal vez otros lo hayan dicho antes, pero nadie con tanta justicia. Soy todavía más feliz que Jane. Ella sólo sonríe. Yo me río del todo. Darcy te envía todo el cariño de que pueda privarme. Vendréis todos a Pemberley para las Navidades.»
La misiva de Darcy a lady Catherine fue diferente. Y todavía más diferente fue la que el señor Bennet le mandó al señor Collins en contestación a su última:
«Querido señor: tengo que molestarle una vez más con la cuestión de las enhorabuenas: Elizabeth será pronto la esposa del señor Darcy. Consuele a lady Catherine lo mejor que pueda; pero yo que usted me quedaría con el sobrino. Tiene más que ofrecer. Le saludo atentamente.»
Los parabienes de la señorita Bingley a su hermano con ocasión de su próxima boda fueron muy cariñosos, pero no sinceros. Escribió también a Jane para expresarle su alegría y repetirle sus antiguas manifestaciones de afecto. Jane no se engañó, pero se sintió conmovida, y aunque no le inspiraba ninguna confianza, no pudo menos que remitirle una contestación mucho más amable de lo que pensaba que merecía. La alegría que le causó a la señorita Darcy la noticia fue tan verdadera como la de su hermano al comunicársela. Mandó una carta de cuatro páginas que todavía le pareció insuficiente para expresar toda su satisfacción y su vivo deseo de obtener el cariño de su hermana.
Antes de que llegara ninguna respuesta de Collins ni felicitación de su esposa a Elizabeth, la familia de Longbourn se enteró de que los Collins iban a venir a casa de los Lucas. Pronto se supo la razón de tan repentino traslado. Lady Catherine se había puesto tan furiosa al recibir la carta de su sobrino, que Charlotte, que de veras se alegraba de la boda, quiso marcharse hasta que la tempestad amainase. La llegada de su amiga en aquellos momentos fue un gran placer para Elizabeth; aunque durante sus encuentros este placer se le venía abajo al ver a Darcy expuesto a la ampulosa cortesía de Collins. Pero Darcy lo soportó todo con admirable serenidad. Incluso atendió a sir William Lucas cuando fue a cumplimentarle por llevarse la más brillante joya del condado y le expresó sus esperanzas de que se encontrasen todos en St. James. Darcy se encogió de hombros, pero cuando ya sir William no podía verle.

La vulgaridad de la señora Philips fue otra y quizá la mayor de las contribuciones impuestas a su paciencia, pues aunque dicha señora, lo mismo que su hermana, le tenía demasiado respeto para hablarle con la familiaridad a que se prestaba el buen humor de Bingley, no podía abrir la boca sin decir una vulgaridad. Ni siquiera aquel respeto que la reportaba un poco consiguió darle alguna elegancia. Elizabeth hacía todo lo que podía para protegerle de todos y siempre procuraba tenerle junto a ella o junto a las personas de su familia cuya conversación no le mortificaba. Las molestias que acarreó todo esto quitaron al noviazgo buena parte de sus placeres, pero añadieron mayores esperanzas al futuro. Elizabeth pensaba con delicia en el porvenir, cuando estuvieran alejados de aquella sociedad tan ingrata para ambos y disfrutando de la comodidad y la elegancia de su tertulia familiar de Pemberley.

Capítulo LXI

Edía en que la señora Bennet se separó de sus dos mejores hijas, fue de gran bienaventuranza para todos sus sentimientos maternales. Puede suponerse con qué delicioso orgullo visitó después a la señora Bingley y habló de la señora Darcy. Querría poder decir, en atención a su familia, que el cumplimiento de sus más vivos anhelos al ver colocadas a tantas de sus hijas, surtió el feliz efecto de convertirla en una mujer sensata, amable y juiciosa para toda su vida; pero quizá fue una suerte para su marido (que no habría podido gozar de la dicha del hogar en forma tan desusada) que siguiese ocasionalmente nerviosa e invariablemente mentecata.
El señor Bennet echó mucho de menos a su Elizabeth; su afecto por ella le sacó de casa con una frecuencia que no habría logrado ninguna otra cosa. Le deleitaba ir a Pemberley, especialmente cuando menos le esperaban.
Bingley y Jane sólo estuvieron un año en Netherfield. La proximidad de su madre y de los parientes de Meryton no era deseable ni aun contando con el fácil carácter de Bingley y con el cariñoso corazón de Jane. Entonces se realizó el sueño dorado de las hermanas de Bingley; éste compró una posesión en un condado cercano a Derbyshire, y Jane y Elizabeth, para colmo de su felicidad, no estuvieron más que a treinta millas de distancia.
Catherine, sólo por su interés material, se pasaba la mayor parte del tiempo con sus dos hermanas mayores; y frecuentando una sociedad tan superior a la que siempre había conocido, progresó notablemente. Su temperamento no era tan indomable como el de Lydia, y lejos del influjo de ésta, llegó, gracias a una atención y dirección conveniente, a ser menos irritable, menos ignorante y menos insípida. Como era natural, la apartaron cuidadosamente de las anteriores desventajas de la compañía de Lydia, y aunque la señora Wickham la invitó muchas veces a ir a su casa, con la promesa de bailes y galanes, su padre nunca consintió que fuese.
Mary fue la única que se quedó en la casa y se vio obligada a no despegarse de las faldas de la señora Bennet, que no sabía estar sola. Con tal motivo tuvo que mezclarse más con el mundo, pero pudo todavía moralizar acerca de todas las visitas de las mañanas, y como ahora no la mortificaban las comparaciones entre su belleza y la de sus hermanas, su padre sospechó que había aceptado el cambio sin disgusto.
En cuanto a Wickham y Lydia, las bodas de sus hermanas les dejaron tal como estaban. Él aceptaba filosóficamente la convicción de que Elizabeth sabría ahora todas sus falsedades y toda su ingratitud que antes había ignorado; pero, no obstante, alimentaba aún la esperanza de que Darcy influiría para labrar su suerte. La carta de felicitación por su matrimonio que Elizabeth recibió de Lydia daba a entender que tal esperanza era acariciada, si no por él mismo, por lo menos por su mujer. Decía textualmente así:
«Mi querida Lizzy: Te deseo la mayor felicidad. Si quieres al señor Darcy la mitad de lo que yo quiero a mi adorado Wickham, serás muy dichosa. Es un gran consuelo pensar que eres tan rica; y cuando no tengas nada más que hacer, acuérdate de nosotros. Estoy segura de que a Wickham le gustaría muchísimo un destino de la corte, y nunca tendremos bastante dinero para vivir allí sin alguna ayuda. Me refiero a una plaza de trescientas o cuatrocientas libras anuales aproximadamente; pero, de todos modos, no le hables a Darcy de eso si no lo crees conveniente.»
Y como daba la casualidad de que Elizabeth lo creía muy inconveniente, en su contestación trató de poner fin a todo ruego y sueño de esa índole. Pero con frecuencia le mandaba todas las ayudas que le permitía su práctica de lo que ella llamaba economía en sus gastos privados. Siempre se vio que los ingresos administrados por personas tan manirrotas como ellos dos y tan descuidados por el porvenir, habían de ser insuficientes para mantenerse. Cada vez que se mudaban, o Jane o ella recibían alguna súplica de auxilio para pagar sus cuentas. Su vida, incluso después de que la paz les confinó a un hogar, era extremadamente agitada. Siempre andaban cambiándose de un lado para otro en busca de una casa más barata y siempre gastando más de lo que podían. El afecto de Wickham por Lydia no tardó en convertirse en indiferencia; el de Lydia duró un poco más, y a pesar de su juventud y de su aire, conservó todos los derechos a la reputación que su matrimonio le había dado.
Aunque Darcy nunca recibió a Wickham en Pemberley, le ayudó a progresar en su carrera por consideración a Elizabeth. Lydia les hizo alguna que otra visita cuando su marido iba a divertirse a Londres o iba a tomar baños. A menudo pasaban temporadas con los Bingley, hasta tan punto que lograron acabar con el buen humor de Bingley y llegó a insinuarles que se largasen.
La señorita Bingley quedó muy resentida con el matrimonio de Darcy, pero en cuanto se creyó con derecho a visitar Pemberley, se le pasó el resentimiento: estuvo más loca que nunca por Georgiana, casi tan atenta con Darcy como en otro tiempo y tan cortés con Elizabeth que le pagó sus atrasos de urbanidad.
Georgiana se quedó entonces a vivir en Pemberley y se encariñó con su hermana tanto como Darcy había previsto. Las dos se querían tiernamente. Georgiana tenía el más alto concepto de Elizabeth, aunque al principio se asombrase y casi se asustase al ver lo juguetona que era con su hermano; veía a aquel hombre que siempre le había inspirado un respeto que casi sobrepasaba al cariño, convertido en objeto de francas bromas. Su entendimiento recibió unas luces con las que nunca se había tropezado. Ilustrada por Elizabeth, empezó a comprender que una mujer puede tomarse con su marido unas libertades que un hermano nunca puede tolerar a una hermana diez años menor que él.
Lady Catherine se puso como una fiera con la boda de su sobrino, y como abrió la esclusa a toda su genuina franqueza al contestar a la carta en la que él le informaba de su compromiso, usó un lenguaje tan inmoderado, especialmente al referirse a Elizabeth, que sus relaciones quedaron interrumpidas por algún tiempo. Pero, al final, convencido por Elizabeth, Darcy accedió a perdonar la ofensa y buscó la reconciliación. Su tía resistió todavía un poquito, pero cedió o a su cariño por él o a su curiosidad por ver cómo se comportaba su esposa, de modo que se dignó visitarles en Pemberley, a pesar de la profanación que habían sufrido sus bosques no sólo por la presencia de semejante dueña, sino también por las visitas de sus tíos de Londres.
Con los Gardiner estuvieron siempre los Darcy en las más íntima relación. Darcy, lo mismo que Elizabeth, les quería de veras; ambos sentían la más ardiente gratitud por las personas que, al llevar a Elizabeth a Derbyshire, habían sido las causantes de su unión.



The End



Final de Orgullo y Prejuicio (2005):



P.d.: ¡Juntemos fuerzas por Japón!


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