sábado, 4 de diciembre de 2010

Orgullo y Prejuicio Capítulos XVII a XXI


Capítulo XVII


A día siguiente Elizabeth le contó a Jane todo lo que habían hablado Wickham y ella. Jane escuchó con asombro e interés. No podía creer que Darcy fuese tan indigno de la estimación de Bingley; y, no obstante, no se atrevía a dudar de la veracidad de un hombre de apariencia tan afable como Wickham. La mera posibilidad de que hubiese sufrido semejante crueldad era suficiente para avivar sus más tiernos sentimientos; de modo que no tenía más remedio que no pensar mal ni del uno ni del otro, defender la conducta de ambos y atribuir a la casualidad o al error lo que de otro modo no podía explicarse.
––Tengo la impresión ––decía–– de que ambos han sido defraudados, son personas, de algún modo decepcionadas por algo que nosotras no podemos adivinar. Quizá haya sido gente interesada en tergiversar las cosas la que los enfrentó. En fin, no podemos conjeturar las causas o las circunstancias que los han separado sin que ni uno ni otro sean culpables.
––Tienes mucha razón; y dime, mi querida Jane: ¿Qué tienes que decir en favor de esa gente interesada que probablemente tuvo que ver en el asunto? Defiéndelos también, si no nos veremos obligadas a hablar mal de alguien.
––Ríete de mí todo lo que quieras, pero no me harás cambiar de opinión. Querida Lizzy, ten en cuenta en qué lugar tan deshonroso sitúa al señor Darcy; tratar así al favorito de su padre, a alguien al que él había prometido darle un porvenir. Es imposible. Nadie medianamente bueno, que aprecie algo el valor de su conducta, es capaz de hacerlo. ¿Es posible que sus amigos más íntimos estén tan engañados respecto a él? ¡Oh, no!
––Creo que es más fácil que la amistad del señor Bingley sea impuesta que el señor Wickham haya inventado semejante historia con nombres, hechos, y que la cuente con tanta naturalidad. Y si no es así, que sea el señor Darcy el que lo niegue. Además, había sinceridad en sus ojos.
––Es realmente difícil, es lamentable. Uno no sabe qué pensar.
––Perdona; uno sabe exactamente qué pensar.
Las dos jóvenes charlaban en el jardín cuando fueron a avisarles de la llegada de algunas de las personas de las que estaban justamente hablando. El señor Bingley y sus hermanas venían para invitarlos personalmente al tan esperado baile de Netherfield que había sido fijado para el martes siguiente. Las Bingley se alegraron mucho de ver a su querida amiga, les parecía que había pasado un siglo desde que habían estado juntas y continuamente le preguntaban qué había sido de ella desde su separación. Al resto de la familia les prestaron poca atención, a la señora Bennet la evitaron todo lo que les fue posible, con Elizabeth hablaron muy poco y a las demás ni siquiera les dirigieron la palabra. Se fueron en seguida, levantándose de sus asientos con una rapidez que dejó pasmado a su hermano, salieron con tanta prisa que parecían estar impacientes por escapar de las atenciones de la señora Bennet.
La perspectiva del baile de Netherfield resultaba extraordinariamente apetecible a todos los miembros femeninos de la familia. La señora Bennet lo tomó como un cumplido dedicado a su hija mayor y se sentía particularmente halagada por haber recibido la invitación del señor Bingley en persona y no a través de una ceremoniosa tarjeta. Jane se imaginaba una feliz velada en compañía de sus dos amigas y con las atenciones del hermano, y Elizabeth pensaba con deleite en bailar todo el tiempo con el señor Wickham y en ver confirmada toda la historia en las miradas y el comportamiento del señor Darcy. La felicidad que Catherine y Lydia anticipaban dependía menos de un simple hecho o de una persona en particular, porque, aunque las dos, como Elizabeth, pensaban bailar la mitad de la noche con Wickham, no era ni mucho menos la única pareja que podía satisfacerlas, y, al fin y al cabo, un baile era un baile. Incluso Mary llegó a asegurar a su familia que tampoco a ella le disgustaba la idea de ir.
––Mientras pueda tener las mañanas para mí ––dijo––, me basta. No me supone ningún sacrificio aceptar ocasionalmente compromisos para la noche. Todos nos debemos a la sociedad, y confieso que soy de los que consideran que los intervalos de recreo y esparcimiento son recomendables para todo el mundo.
Elizabeth estaba tan animada por la ocasión, que a pesar de que no solía hablarle a Collins más que cuando era necesario, no pudo evitar preguntarle si tenía intención de aceptar la invitación del señor Bingley y si así lo hacía, si le parecía procedente asistir a fiestas nocturnas. Elizabeth se quedó sorprendida cuando le contestó que no tenía ningún reparo al respecto, y que no temía que el arzobispo ni lady Catherine de Bourgh le censurasen por aventurarse al baile.
––Le aseguro que en absoluto creo ––dijo–– que un baile como éste, organizado por hombre de categoría para gente respetable, pueda tener algo de malo. No tengo ningún inconveniente en bailar y espero tener el honor de hacerlo con todas mis bellas primas. Aprovecho ahora esta oportunidad para pedirle, precisamente a usted, señorita Elizabeth, los dos primeros bailes, preferencia que confío que mi prima Jane sepa atribuir a la causa debida, y no a un desprecio hacia ella.
Elizabeth se quedó totalmente desilusionada. ¡Ella que se había propuesto dedicar esos dos bailes tan especiales al señor Wickham! ¡Y ahora tenía que bailarlos con el señor Collins! Había elegido mal momento para ponerse tan contenta. En fin, ¿qué podía hacer? No le quedaba más remedio que dejar su dicha y la de Wickham para un poco más tarde y aceptar la propuesta de Collins con el mejor ánimo posible. No le hizo ninguna gracia su galantería porque detrás de ella se escondía algo más. Por primera vez se le ocurrió pensar que era ella la elegida entre todas las hermanas para ser la señora de la casa parroquial de Hunsford y para asistir a las partidas de cuatrillo de Rosings en ausencia de visitantes más selectos. Esta idea no tardó en convertirse en convicción cuando observó las crecientes atenciones de Collins para con ella y oyó sus frecuentes tentativas de elogiar su ingenio y vivacidad. Aunque a ella, el efecto que causaban sus encantos en este caso, más que complacerla la dejaba atónita, su madre pronto le dio a entender que la posibilidad de aquel matrimonio le agradaba en exceso. Sin embargo, Elizabeth prefirió no darse por aludida, porque estaba segura de que cualquier réplica tendría como consecuencia una seria discusión. Probablemente el señor Collins nunca le haría semejante proposición, y hasta que lo hiciese era una pérdida de tiempo discutir por él.
Si no hubiesen tenido que hacer los preparativos para el baile de Netherfield, las Bennet menores habrían llegado a un estado digno de compasión, ya que desde el día de la invitación hasta el del baile la lluvia no cesó un momento, impidiéndoles ir ni una sola vez a Meryton. Ni tía, ni oficiales, ni chismes que contar. Incluso los centros de rosas para el baile de Netherfield tuvieron que hacerse por encargo. La misma Elizabeth vio su paciencia puesta a prueba con aquel mal tiempo que suspendió totalmente los progresos de su amistad con Wickham. Sólo el baile del martes pudo hacer soportable a Catherine y a Lydia un viernes, sábado, domingo y lunes como aquellos.

Capítulo XVIII


Hasta que Elizabeth entró en el salón de Netherfield y buscó en vano entre el grupo de casacas rojas allí reunidas a Wickham, no se le ocurrió pensar que podía no hallarse entre los invitados. La certeza de encontrarlo le había hecho olvidarse de lo que con razón la habría alarmado. Se había acicalado con más esmero que de costumbre y estaba preparada con el espíritu muy alto para conquistar todo lo que permaneciese indómito en su corazón, confiando que era el mejor galardón que podría conseguir en el curso de la velada. Pero en un instante le sobrevino la horrible sospecha de que Wickham podía haber sido omitido de la lista de oficiales invitados de Bingley para complacer a Darcy. Ése no era exactamente el caso. Su ausencia fue definitivamente confirmada por el señor Denny, a quien Lydia se dirigió ansiosamente, y quien les contó que el señor Wickham se había visto obligado a ir a la capital para resolver unos asuntos el día antes y no había regresado todavía. Y con una sonrisa significativa añadió:
––No creo que esos asuntos le hubiesen retenido precisamente hoy, si no hubiese querido evitar encontrarse aquí con cierto caballero.
Lydia no oyó estas palabras, pero Elizabeth sí; aunque su primera sospecha no había sido cierta, Darcy era igualmente responsable de la ausencia de Wickham, su antipatía hacia el primero se exasperó de tal modo que apenas pudo contestar con cortesía a las amables preguntas que Darcy le hizo al acercarse a ella poco después. Cualquier atención o tolerancia hacia Darcy significaba una injuria para Wickham. Decidió no tener ninguna conversación con Darcy y se puso de un humor que ni siquiera pudo disimular al hablar con Bingley, pues su ciega parcialidad la irritaba.
Pero el mal humor no estaba hecho para Elizabeth, y a pesar de que estropearon todos sus planes para la noche, se le pasó pronto. Después de contarle sus penas a Charlotte Lucas, a quien hacía una semana que no veía, pronto se encontró con ánimo para transigir con todas las rarezas de su primo y se dirigió a él. Sin embargo, los dos primeros bailes le devolvieron la angustia, fueron como una penitencia. El señor Collins, torpe y solemne, disculpándose en vez de atender al compás, y perdiendo el paso sin darse cuenta, le daba toda la pena y la vergüenza que una pareja desagradable puede dar en un par de bailes. Librarse de él fue como alcanzar el éxtasis.
Después tuvo el alivio de bailar con un oficial con el que pudo hablar del señor Wickham, enterándose de que todo el mundo le apreciaba. Al terminar este baile, volvió con Charlotte Lucas, y estaban charlando, cuando de repente se dio cuenta de que el señor Darcy se había acercado a ella y le estaba pidiendo el próximo baile, la cogió tan de sorpresa que, sin saber qué hacía, aceptó. Darcy se fue acto seguido y ella, que se había puesto muy nerviosa, se quedó allí deseando recuperar la calma. Charlotte trató de consolarla.
––A lo mejor lo encuentras encantador.
––¡No lo quiera Dios! Ésa sería la mayor de todas las desgracias. ¡Encontrar encantador a un hombre que debe ser odiado! No me desees tanto mal.
Cuando se reanudó el baile, Darcy se le acercó para tomarla de la mano, y Charlotte no pudo evitar advertirle al oído que no fuera una tonta y que no dejase que su capricho por Wickham le hiciese parecer antipática a los ojos de un hombre que valía diez veces más que él. Elizabeth no contestó. Ocupó su lugar en la pista, asombrada por la dignidad que le otorgaba el hallarse frente a frente con Darcy, leyendo en los ojos de todos sus vecinos el mismo asombro al contemplar el acontecimiento. Estuvieron un rato sin decir palabra; Elizabeth empezó a pensar que el silencio iba a durar hasta el final de los dos bailes. Al principio estaba decidida a no romperlo, cuando de pronto pensó que el peor castigo para su pareja sería obligarle a hablar, e hizo una pequeña observación sobre el baile. Darcy contestó y volvió a quedarse callado. Después de una pausa de unos minutos, Elizabeth tomó la palabra por segunda vez y le dijo:
––Ahora le toca a usted decir algo, señor Darcy. Yo ya he hablado del baile, y usted debería hacer algún comentario sobre las dimensiones del salón y sobre el número de parejas.
Él sonrió y le aseguró que diría todo lo que ella desease escuchar.
––Muy bien. No está mal esa respuesta de momento. Quizá poco a poco me convenza de que los bailes privados son más agradables que los públicos; pero ahora podemos permanecer callados.
––¿Acostumbra usted a hablar mientras baila?
––Algunas veces. Es preciso hablar un poco, ¿no cree? Sería extraño estar juntos durante media hora sin decir ni una palabra. Pero en atención de algunos, hay que llevar la conversación de modo que no se vean obligados a tener que decir más de lo preciso.
––¿Se refiere a usted misma o lo dice por mí?
––Por los dos ––replicó Elizabeth con coquetería––, pues he encontrado un gran parecido en nuestra forma de ser. Los dos somos insociables, taciturnos y enemigos de hablar, a menos que esperemos decir algo que deslumbre a todos los presentes y pase a la posteridad con todo el brillo de un proverbio.
––Estoy seguro de que usted no es así. En cuanto a mí, no sabría decirlo. Usted, sin duda, cree que me ha hecho un fiel retrato.
––No puedo juzgar mi propia obra.
Él no contestó, y parecía que ya no abrirían la boca hasta finalizar el baile, cuando él le preguntó si ella y sus hermanas iban a menudo a Meryton. Elizabeth contestó afirmativamente e, incapaz de resistir la tentación, añadió:
––Cuando nos encontró usted el otro día, acabábamos precisamente de conocer a un nuevo amigo. El efecto fue inmediato. Una intensa sombra de arrogancia oscureció el semblante de Darcy. Pero no dijo una palabra; Elizabeth, aunque reprochándose a sí misma su debilidad, prefirió no continuar. Al fin, Darcy habló y de forma obligada dijo:
––El señor Wickham está dotado de tan gratos modales que ciertamente puede hacer amigos con facilidad. Lo que es menos cierto, es que sea igualmente capaz de conservarlos.
––Él ha tenido la desgracia de perder su amistad ––dijo Elizabeth enfáticamente––, de tal forma que sufrirá por ello toda su vida.
Darcy no contestó y se notó que estaba deseoso de cambiar de tema. En ese momento sir William Lucas pasaba cerca de ellos al atravesar la pista de baile con la intención de ir al otro extremo del salón y al ver al señor Darcy, se detuvo y le hizo una reverencia con toda cortesía para felicitarle por su modo de bailar y por su pareja.
––Estoy sumamente complacido, mi estimado señor tan excelente modo de bailar no se ve con frecuencia. Es evidente que pertenece usted a los ambientes más distinguidos. Permítame decirle, sin embargo, que su bella pareja en nada desmerece de usted, y que espero volver a gozar de este placer, especialmente cuando cierto acontecimiento muy deseado, querida Elizabeth (mirando a Jane y a Bingley), tenga lugar. ¡Cuántas felicitaciones habrá entonces! Apelo al señor Darcy. Pero no quiero interrumpirle, señor. Me agradecerá que no le prive más de la cautivadora conversación de esta señorita cuyos hermosos ojos me están también recriminando.
Darcy apenas escuchó esta última parte de su discurso, pero la alusión a su amigo pareció impresionarle mucho, y con una grave expresión dirigió la mirada hacia Bingley y Jane que bailaban juntos. No obstante, se sobrepuso en breve y, volviéndose hacia Elizabeth, dijo:
––La interrupción de sir William me ha hecho olvidar de qué estábamos hablando.
––Creo que no estábamos hablando. Sir William no podría haber interrumpido a otra pareja en todo el salón que tuviesen menos que decirse el uno al otro. Ya hemos probado con dos o tres temas sin éxito. No tengo ni idea de qué podemos hablar ahora.
––¿Qué piensa de los libros? ––le preguntó él sonriendo.
––¡Los libros! ¡Oh, no! Estoy segura de que no leemos nunca los mismos o, por lo menos, no sacamos las mismas impresiones.
––Lamento que piense eso; pero si así fuera, de cualquier modo, no nos faltaría tema. Podemos comprobar nuestras diversas opiniones.
––No, no puedo hablar de libros en un salón de baile. Tengo la cabeza ocupada con otras cosas.
––En estos lugares no piensa nada más que en el presente, ¿verdad? ––dijo él con una mirada de duda.
––Sí, siempre ––contestó ella sin saber lo que decía, pues se le había ido el pensamiento a otra parte, según demostró al exclamar repentinamente––: Recuerdo haberle oído decir en una ocasión que usted raramente perdonaba; que cuando había concebido un resentimiento, le era imposible aplacarlo. Supongo, por lo tanto, que será muy cauto en concebir resentimientos...
––Efectivamente ––contestó Darcy con voz firme. ––¿Y no se deja cegar alguna vez por los prejuicios? ––Espero que no.
––Los que no cambian nunca de opinión deben cerciorarse bien antes de juzgar.
––¿Puedo preguntarle cuál es la intención de estas preguntas?
––Conocer su carácter, sencillamente ––dijo Elizabeth, tratando de encubrir su seriedad––. Estoy intentando descifrarlo.
––¿Y a qué conclusiones ha llegado?
––A ninguna ––dijo meneando la cabeza––. He oído cosas tan diferentes de usted, que no consigo aclararme.
––Reconozco ––contestó él con gravedad–– que las opiniones acerca de mí pueden ser muy diversas; y desearía, señorita Bennet, que no esbozase mi carácter en este momento, porque tengo razones para temer que el resultado no reflejaría la verdad.
––Pero si no lo hago ahora, puede que no tenga otra oportunidad.
––De ningún modo desearía impedir cualquier satisfacción suya ––repuso él fríamente.
Elizabeth no habló más, y terminado el baile, se separaron en silencio, los dos insatisfechos, aunque en distinto grado, pues en el corazón de Darcy había un poderoso sentimiento de tolerancia hacia ella, lo que hizo que pronto la perdonara y concentrase toda su ira contra otro.
No hacía mucho que se habían separado, cuando la señorita Bingley se acercó a Elizabeth y con una expresión de amabilidad y desdén a la vez, le dijo:
––Así que, señorita Eliza, está usted encantada con el señor Wickham. Me he enterado por su hermana que me ha hablado de él y me ha hecho mil preguntas. Me parece que ese joven se olvidó de contarle, entre muchas otras cosas, que es el hijo del viejo Wickham, el último administrador del señor Darcy. Déjeme que le aconseje, como amiga, que no se fíe demasiado de todo lo que le cuente, porque eso de que el señor Darcy le trató mal es completamente falso; por el contrario, siempre ha sido extraordinariamente amable con él, aunque George Wickham se ha portado con el señor Darcy de la manera más infame. No conozco los pormenores, pero sé muy bien que el señor Darcy no es de ningún modo el culpable, que no puede soportar ni oír el nombre de George Wickham y que, aunque mi hermano consideró que no podía evitar incluirlo en la lista de oficiales invitados, él se alegró enormemente de ver que él mismo se había apartado de su camino. El mero hecho de que haya venido aquí al campo es una verdadera insolencia, y no logro entender cómo se ha atrevido a hacerlo. La compadezco, señorita Eliza, por este descubrimiento de la culpabilidad de su favorito; pero en realidad, teniendo en cuenta su origen, no se podía esperar nada mejor.
––Su culpabilidad y su origen parece que son para usted una misma cosa ––le dijo Elizabeth encolerizada––; porque de lo peor que le he oído acusarle es de ser hijo del administrador del señor Darcy, y de eso, puedo asegurárselo, ya me había informado él.
––Le ruego que me disculpe ––replicó la señorita Bingley, dándose la vuelta con desprecio––. Perdone mi entrometimiento; fue con la mejor intención.
«¡Insolente! ––dijo Elizabeth para sí––. Estás muy equivocada si piensas que influirás en mí con tan mezquino ataque. No veo en él más que tu terca ignorancia y la malicia de Darcy.»
Entonces miró a su hermana mayor que se había arriesgado a interrogar a Bingley sobre el mismo asunto. Jane le devolvió la mirada con una sonrisa tan dulce, con una expresión de felicidad y de tanta satisfacción que indicaban claramente que estaba muy contenta de lo ocurrido durante la velada. Elizabeth leyó al instante sus sentimientos; y en un momento toda la solicitud hacia Wickham, su odio contra los enemigos de éste, y todo lo demás desaparecieron ante la esperanza de que Jane se hallase en el mejor camino hacia su felicidad.
––Quiero saber ––dijo Elizabeth tan sonriente como su hermana–– lo que has oído decir del señor Wickham. Pero quizá has estado demasiado ocupada con cosas más agradables para pensar en una tercera persona. Si así ha sido, puedes estar segura de que te perdono.
––No ––contestó Jane––, no me he olvidado de él, pero no tengo nada grato que contarte. El señor Bingley no conoce toda la historia e ignora las circunstancias que tanto ha ofendido al señor Darcy, pero responde de la buena conducta, de la integridad y de la honradez de su amigo, y está firmemente convencido de que el  señor Wickham ha recibido más atenciones del señor Darcy de las que ha merecido; y siento decir que, según el señor Bingley y su hermana, el señor Wickham dista mucho de ser un joven respetable. Me temo que haya sido imprudente y que tenga bien merecido él haber perdido la consideración del señor Darcy.
––¿El señor Bingley no conoce personalmente al señor Wickham?
––No, no lo había visto nunca antes del otro día en Meryton.
––De modo que lo que sabe es lo que el señor Darcy le ha contado. Estoy satisfecha. ¿Y qué dice de la rectoría?
––No recuerda exactamente cómo fue, aunque se lo ha oído contar a su amigo más de una vez; pero cree que le fue legada sólo condicionalmente.
––No pongo en duda la sinceridad del señor Bingley - dijo Elizabeth acaloradamente-, pero perdona que no me convenzan sus afirmaciones. Hace muy bien en defender a su amigo; pero como desconoce algunas partes de la historia y lo único que sabe se lo ha dicho él, seguiré pensando de los dos caballeros lo mismo que pensaba antes.
Dicho esto, ambas hermanas iniciaron otra conversación mucho más grata para las dos. Elizabeth oyó encantada las felices aunque modestas esperanzas que Jane abrigaba respecto a Bingley, y le dijo todo lo que pudo para alentar su confianza. Al unírseles el señor Bingley, Elizabeth se retiró y se fue a hablar con la señorita Lucas que le preguntó si le había agradado su última pareja. Elizabeth casi no tuvo tiempo para contestar, porque allí se les presentó Collins, diciéndoles entusiasmado que había tenido la suerte de hacer un descubrimiento importantísimo.
––He sabido ––dijo––, por una singular casualidad, que está en este salón un pariente cercano de mi protectora. He tenido el gusto de oír cómo el mismo caballero mencionaba a la dama que hace los honores de esta casa los nombres de su prima, la señorita de Bourgh, y de la madre de ésta, lady Catherine. ¡De qué modo tan maravilloso ocurren estas cosas! ¡Quién me iba a decir que habría de encontrar a un sobrino de lady Catherine de Bourgh en esta reunión! Me alegro mucho de haber hecho este descubrimiento a tiempo para poder presentarle mis respetos, cosa que voy a hacer ahora mismo. Confío en que me perdone por no haberlo hecho antes, pero mi total desconocimiento de ese parentesco me disculpa.
––¿No se irá a presentar usted mismo al señor Darcy?
––¡Claro que sí! Le pediré que me excuse por no haberlo hecho antes. ¿No ve que es el sobrino de lady Catherine? Podré comunicarle que Su Señoría se encontraba muy bien la última vez que la vi.
Elizabeth intentó disuadirle para que no hiciese semejante cosa asegurándole que el señor Darcy consideraría el que se dirigiese a él sin previa presentación como una impertinencia y un atrevimiento, más que como un cumplido a su tía; que no había ninguna necesidad de darse a conocer, y si la hubiese, le correspondería al señor Darcy, por la superioridad de su rango, tomar la iniciativa. Collins la escuchó decidido a seguir sus propios impulsos y, cuando Elizabeth cesó de hablar, le contestó:
––Mi querida señorita Elizabeth, tengo la mejor opinión del mundo de su excelente criterio en toda clase de asuntos, como corresponde a su inteligencia; pero permítame que le diga que debe haber una gran diferencia entre las fórmulas de cortesía establecidas para los laicos y las aceptadas para los clérigos; déjeme que le advierta que el oficio de clérigo es, en cuanto a dignidad, equivalente al más alto rango del reino, con tal que los que lo ejercen se comporten con la humildad conveniente. De modo que permítame que siga los dictados de mi conciencia que en esta ocasión me llevan a realizar lo que considero un deber. Dispense, pues, que no siga sus consejos que en todo lo demás me servirán constantemente de guía, pero creo que en este caso estoy más capacitado, por mi educación y mi estudio habitual, que una joven como usted, para decidir lo que es debido.
Collins hizo una reverencia y se alejó para ir a saludar a Darcy. Elizabeth no le perdió de vista para ver la reacción de Darcy, cuyo asombro por haber sido abordado de semejante manera fue evidente. 


Collins comenzó su discurso con una solemne inclinación, y, aunque ella no lo oía, era como si lo oyese, pues podía leer en sus labios las palabras «disculpas», «Hunsford» y «lady Catherine de Bourgh». Le irritaba que metiese la pata ante un hombre como Darcy. Éste le observaba sin reprimir su asombro y cuando Collins le dejó hablar le contestó con distante cortesía. Sin embargo, Collins no se desanimó y siguió hablando. El desprecio de Darcy crecía con la duración de su segundo discurso, y, al final, sólo hizo una leve inclinación y se fue a otro sitio. Collins volvió entonces hacia Elizabeth.
––Le aseguro ––le dijo–– que no tengo motivo para estar descontento de la acogida que el señor Darcy me ha dispensado. Mi atención le ha complacido en extremo y me ha contestado con la mayor finura, haciéndome incluso el honor de manifestar que estaba tan convencido de la buena elección de lady Catherine, que daba por descontado que jamás otorgaría una merced sin que fuese merecida. Verdaderamente fue una frase muy hermosa. En resumen, estoy muy contento de él.
Elizabeth, que no tenía el menor interés en seguir hablando con Collins, dedicó su atención casi por entero a su hermana y a Bingley; la multitud de agradables pensamientos a que sus observaciones dieron lugar, la hicieron casi tan feliz como Jane. La imaginó instalada en aquella gran casa con toda la felicidad que un matrimonio por verdadero amor puede proporcionar, y se sintió tan dichosa que creyó incluso que las dos hermanas de Bingley podrían llegar a gustarle. No le costó mucho adivinar que los pensamientos de su madre seguían los mismos derroteros y decidió no arriesgarse a acercarse a ella para no escuchar sus comentarios. Desgraciadamente, a la hora de cenar les tocó sentarse una junto a la otra. Elizabeth se disgustó mucho al ver cómo su madre no hacía más que hablarle a lady Lucas, libre y abiertamente, de su esperanza de que Jane se casara pronto con Bingley. El tema era arrebatador, y la señora Bennet parecía que no se iba a cansar nunca de enumerar las ventajas de aquella alianza. Sólo con considerar la juventud del novio, su atractivo, su riqueza y el hecho de que viviese a tres millas de Longbourn nada más, la señora Bennet se sentía feliz. Pero además había que tener en cuenta lo encantadas que estaban con Jane las dos hermanas de Bingley, quienes, sin duda, se alegrarían de la unión tanto como ella misma. Por otra parte, el matrimonio de Jane con alguien de tanta categoría era muy prometedor para sus hijas menores que tendrían así más oportunidades de encontrarse con hombres ricos. Por último, era un descanso, a su edad, poder confiar sus hijas solteras al cuidado de su hermana, y no tener que verse ella obligada a acompañarlas más que cuando le apeteciese. No había más remedio que tomarse esta circunstancia como un motivo de satisfacción, pues, en tales casos, así lo exige la etiqueta; pero no había nadie que le gustase más quedarse cómodamente en casa en cualquier época de su vida. Concluyó deseando a la señora Lucas que no tardase en ser tan afortunada como ella, aunque triunfante pensaba que no había muchas esperanzas.
Elizabeth se esforzó en vano en reprimir las palabras de su madre, y en convencerla de que expresase su alegría un poquito más bajo; porque, para mayor contrariedad, notaba que Darcy, que estaba sentado enfrente de ellas, estaba oyendo casi todo. Lo único que hizo su madre fue reprenderla por ser tan necia.
––¿Qué significa el señor Darcy para mí? Dime, ¿por qué habría de tenerle miedo? No le debemos ninguna atención especial como para sentirnos obligadas a no decir nada que pueda molestarle.
––¡Por el amor de Dios, mamá, habla más bajo! ¿Qué ganas con ofender al señor Darcy? Lo único que conseguirás, si lo haces, es quedar mal con su amigo.
Pero nada de lo que dijo surtió efecto. La madre siguió exponiendo su parecer con el mismo desenfado. Elizabeth cada vez se ponía más colorada por la vergüenza y el disgusto que estaba pasando. No podía dejar de mirar a Darcy con frecuencia, aunque cada mirada la convencía más de lo que se estaba temiendo. Darcy rara vez fijaba sus ojos en la madre, pero Elizabeth no dudaba que su atención estaba pendiente de lo que decían. La expresión de su cara iba gradualmente del desprecio y la indignación a una imperturbable seriedad.
Sin embargo, llegó un momento en que la señora Bennet ya no tuvo nada más que decir, y lady Lucas, que había estado mucho tiempo bostezando ante la repetición de delicias en las que no veía la posibilidad de participar, se entregó a los placeres del pollo y del jamón. Elizabeth respiró. Pero este intervalo de tranquilidad no duró mucho; después de la cena se habló de cantar, y tuvo que pasar por el mal rato de ver que Mary, tras muy pocas súplicas, se disponía a obsequiar a los presentes con su canto. Con miradas significativas y silenciosos ruegos, Elizabeth trató de impedir aquella muestra de condescendencia, pero fue inútil. Mary no podía entender lo que quería decir. Semejante oportunidad de demostrar su talento la embelesaba, y empezó su canción. Elizabeth no dejaba de mirarla con una penosa sensación, observaba el desarrollo del concierto con una impaciencia que no fue recompensada al final, pues Mary, al recibir entre las manifestaciones de gratitud de su auditorio una leve insinuación para que continuase, después de una pausa de un minuto, empezó otra canción. Las facultades de Mary no eran lo más a propósito para semejante exhibición; tenía poca voz y un estilo afectado. Elizabeth pasó una verdadera agonía. Miró a Jane para ver cómo lo soportaba ella, pero estaba hablando tranquilamente con Bingley. Miró a las hermanas de éste y vio que se hacían señas de burla entre ellas, y a Darcy, que seguía serio e imperturbable. Miró, por último, a su padre implorando su intervención para que Mary no se pasase toda la noche cantando. El cogió la indirecta y cuando Mary terminó su segunda canción, dijo en voz alta:
––Niña, ya basta. Has estado muy bien, nos has deleitado ya bastante; ahora deja que se luzcan las otras señoritas.
Mary, aunque fingió que no oía, se quedó un poco desconcertada. A Elizabeth le dio pena de ella y sintió que su padre hubiese dicho aquello. Se dio cuenta de que por su inquietud, no había obrado nada bien. Ahora les tocaba cantar a otros.
––Si yo ––dijo entonces Collins–– tuviera la suerte de ser apto para el canto, me gustaría mucho obsequiar a la concurrencia con una romanza. Considero que la música es una distracción inocente y completamente compatible con la profesión de clérigo. No quiero decir, por esto, que esté bien el consagrar demasiado tiempo a la música, pues hay, desde luego, otras cosas que atender. El rector de una parroquia tiene mucho trabajo. En primer lugar tiene que hacer un ajuste de los diezmos que resulte beneficioso para él y no sea oneroso para su patrón. Ha de escribir los sermones, y el tiempo que le queda nunca es bastante para los deberes de la parroquia y para el cuidado y mejora de sus feligreses cuyas vidas tiene la obligación de hacer lo más llevaderas posible. Y estimo como cosa de mucha importancia que sea atento y conciliador con todo el mundo, y en especial con aquellos a quienes debe su cargo. Considero que esto es indispensable y no puedo tener en buen concepto al hombre que desperdiciara la ocasión de presentar sus respetos a cualquiera que esté emparentado con la familia de sus bienhechores.
Y con una reverencia al señor Darcy concluyó su discurso pronunciado en voz tan alta que lo oyó la mitad del salón. Muchos se quedaron mirándolo fijamente, muchos sonrieron, pero nadie se había divertido tanto como el señor Bennet, mientras que su esposa alabó en serio a Collins por haber hablado con tanta sensatez, y le comentó en un cuchicheo a lady Lucas que era muy buena persona y extremadamente listo.
A Elizabeth le parecía que si su familia se hubiese puesto de acuerdo para hacer el ridículo en todo lo posible aquella noche, no les habría salido mejor ni habrían obtenido tanto éxito; y se alegraba mucho de que Bingley y su hermana no se hubiesen enterado de la mayor parte del espectáculo y de que Bingley no fuese de esa clase de personas que les importa o les molesta la locura de la que hubiese sido testigo. Ya era bastante desgracia que las hermanas y Darcy hubiesen tenido la oportunidad de burlarse de su familia; y no sabía qué le resultaba más intolerable: si el silencioso desprecio de Darcy o las insolentes sonrisitas de las damas.
El resto de la noche transcurrió para ella sin el mayor interés. Collins la sacó de quicio con su empeño en no separarse de ella. Aunque no consiguió convencerla de que bailase con él otra vez, le impidió que bailase con otros. Fue inútil que le rogase que fuese a charlar con otras personas y que se ofreciese para presentarle a algunas señoritas de la fiesta. Collins aseguró que el bailar le tenía sin cuidado y que su principal deseo era hacerse agradable a sus ojos con delicadas atenciones, por lo que había decidido estar a su lado toda la noche. No había nada que discutir ante tal proyecto. Su amiga la señorita Lucas fue la única que la consoló sentándose a su lado con frecuencia y desviando hacia ella la conversación de Collins.
Por lo menos así se vio libre de Darcy que, aunque a veces se hallaba a poca distancia de ellos completamente desocupado, no se acercó a hablarles. Elizabeth lo atribuyó al resultado de sus alusiones a Wickham y se alegró de ello.
La familia de Longbourn fue la última en marcharse. La señora Bennet se las arregló para que tuviesen que esperar por los carruajes hasta un cuarto de hora después de haberse ido todo el mundo, lo cual les permitió darse cuenta de las ganas que tenían algunos de los miembros de la familia Bingley de que desapareciesen. La señora Hurst y su hermana apenas abrieron la boca para otra cosa que para quejarse de cansancio; se les notaba impacientes por quedarse solas en la casa. Rechazaron todos los intentos de conversación de la señora Bennet y la animación decayó, sin que pudieran elevarla los largos discursos de Collins felicitando a Bingley y a sus hermanas por la elegancia de la fiesta y por la hospitalidad y fineza con que habían tratado a sus invitados. Darcy no dijo absolutamente nada. El señor Bennet, tan callado como él, disfrutaba de la escena. Bingley y Jane estaban juntos y un poco separados de los demás, hablando el uno con el otro. Elizabeth guardó el mismo silencio que la señora Hurst y la señorita Bingley. Incluso Lydia estaba demasiado agotada para poder decir más que «¡Dios mío! ¡Qué cansada estoy!» En medio de grandes bostezos.
Cuando, por fin, se levantaron para despedirse, la señora Bennet insistió con mucha cortesía en su deseo de ver pronto en Longbourn a toda la familia, se dirigió especialmente a Bingley para manifestarle que se verían muy honrados si un día iba a su casa a almorzar con ellos en familia, sin la etiqueta de una invitación formal. Bingley se lo agradeció encantado y se comprometió en el acto a aprovechar la primera oportunidad que se le presentase para visitarles, a su regreso de Londres, adonde tenía que ir al día siguiente, aunque no tardaría en estar de vuelta.
La señora Bennet no cabía en sí de gusto y salió de la casa convencida de que contando el tiempo necesario para los preparativos de la celebración, compra de nuevos coches y trajes de boda, iba a ver a su hija instalada en Netherfield dentro de tres o cuatro meses. Con la misma certeza y con considerable, aunque no igual agrado, esperaba tener pronto otra hija casada con Collins. Elizabeth era a la que menos quería de todas sus hijas, y si bien el pretendiente y la boda eran más que suficientes para ella, quedaban eclipsados por Bingley y por Netherfield.

Capítulo XIX


Al día siguiente, hubo otro acontecimiento en Longbourn. Collins se declaró formalmente. Resolvió hacerlo sin pérdida de tiempo, pues su permiso expiraba el próximo sábado; y como tenía plena confianza en el éxito, emprendió la tarea de modo metódico y con todas las formalidades que consideraba de rigor en tales casos. Poco después del desayuno encontró juntas a la señora Bennet, a Elizabeth y a una de las hijas menores, y se dirigió a la madre con estas palabras:
––¿Puedo esperar, señora, dado su interés por su bella hija Elizabeth, que se me conceda el honor de una entrevista privada con ella, en el transcurso de esta misma mañana?
Antes de que Elizabeth hubiese tenido tiempo de nada más que de ponerse roja por la sorpresa, la señora Bennet contestó instantáneamente:
––¡Oh, querido! ¡No faltaba más! Estoy segura de que Elizabeth estará encantada y de que no tendrá ningún inconveniente. Ven, Kitty, te necesito arriba.
Y recogiendo su labor se apresuró a dejarlos solos. Elizabeth la llamó diciendo:
––Mamá, querida, no te vayas. Te lo ruego, no te vayas. El señor Collins me disculpará; pero no tiene nada que decirme que no pueda oír todo el mundo. Soy yo la que me voy.
––No, no seas tonta, Lizzy. Quédate donde estás. Y al ver que Elizabet, disgustada y violenta, estaba a punto de marcharse, añadió:
––Lizzy, te ordeno que te quedes y que escuches al señor Collins.
Elizabeth no pudo desobedecer semejante mandato. En un momento lo pensó mejor y creyó más sensato acabar con todo aquello lo antes posible en paz y tranquilidad. Se volvió a sentar y trató de disimular con empeño, por un lado, la sensación de malestar, y por otro, lo que le divertía aquel asunto. La señora Bennet y Kitty se fueron, y entonces Collins empezó:
––Créame, mi querida señorita Elizabeth, que su modestia, en vez de perjudicarla, viene a sumarse a sus otras perfecciones. Me habría parecido usted menos adorable si no hubiese mostrado esa pequeña resistencia. Pero permítame asegurarle que su madre me ha dado licencia para esta entrevista. Ya debe saber cuál es el objeto de mi discurso; aunque su natural delicadeza la lleve a disimularlo; mis intenciones han quedado demasiado patentes para que puedan inducir a error. Casi en el momento en que pisé esta casa, la elegí a usted para futura compañera de mi vida. Pero antes de expresar mis sentimientos, quizá sea aconsejable que exponga las razones que tengo para casarme, y por qué vine a Hertfordshire con la idea de buscar una esposa precisamente aquí.


A Elizabeth casi le dio la risa al imaginárselo expresando sus sentimientos; y no pudo aprovechar la breve pausa que hizo para evitar que siguiese adelante. Collins continuó:
––Las razones que tengo para casarme son: primero, que la obligación de un clérigo en circunstancias favorables como las mías, es dar ejemplo de matrimonio en su parroquia; segundo, que estoy convencido de que eso contribuirá poderosamente a mi felicidad; y tercero, cosa que tal vez hubiese debido advertir en primer término, que es el particular consejo y recomendación de la nobilísima dama a quien tengo el honor de llamar mi protectora. Por dos veces se ha dignado indicármelo, aun sin habérselo yo insinuado, y el mismo sábado por la noche, antes de que saliese de Hunsford y durante nuestra partida de cuatrillo, mientras la señora Jenkinson arreglaba el silletín de la señorita de Bourgh, me dijo: «Señor Collins, tiene usted que casarse. Un clérigo como usted debe estar casado. Elija usted bien, elija pensando en mí y en usted mismo; procure que sea una persona activa y útil, de educación no muy elevada, pero capaz de sacar buen partido a pequeños ingresos. Éste es mi consejo. Busque usted esa mujer cuanto antes, tráigala a Hunsford y que yo la vea.» Permítame, de paso, decirle, hermosa prima, que no estimo como la menor de las ventajas que puedo ofrecerle, el conocer y disfrutar de las bondades de lady Catherine de Bourgh. Sus modales le parecerán muy por encima de cuanto yo pueda describirle, y la viveza e ingenio de usted le parecerán a ella muy aceptables, especialmente cuando se vean moderados por la discreción y el respeto que su alto rango impone inevitablemente. Esto es todo en cuanto a mis propósitos generales en favor del matrimonio; ya no me queda por decir más, que el motivo de que me haya dirigido directamente a Longbourn en vez de buscar en mi propia localidad, donde, le aseguro, hay muchas señoritas encantadoras. Pero es el caso que siendo como soy el heredero de Longbourn a la muerte de su honorable padre, que ojalá viva muchos años, no estaría satisfecho si no eligiese esposa entre sus hijas, para atenuar en todo lo posible la pérdida que sufrirán al sobrevenir tan triste suceso que, como ya le he dicho, deseo que no ocurra hasta dentro de muchos años. Éste ha sido el motivo, hermosa prima, y tengo la esperanza de que no me hará desmerecer en su estima. Y ahora ya no me queda más que expresarle, con las más enfáticas palabras, la fuerza de mi afecto. En lo relativo a su dote, me es en absoluto indiferente, y no he de pedirle a su padre nada que yo sepa que no pueda cumplir; de modo que no tendrá usted que aportar más que las mil libras al cuatro por ciento que le tocarán a la muerte de su madre. Pero no seré exigente y puede usted tener la certeza de que ningún reproche interesado saldrá de mis labios en cuanto estemos casados.
Era absolutamente necesario interrumpirle de inmediato.
––Va usted demasiado deprisa ––exclamó Elizabeth––. Olvida que no le he contestado. Déjeme que lo haga sin más rodeos. Le agradezco su atención y el honor que su proposición significa, pero no puedo menos que rechazarla.
––Sé de sobra ––replicó Collins con un grave gesto de su mano–– que entre las jóvenes es muy corriente rechazar las proposiciones del hombre a quien, en el fondo, piensan aceptar, cuando pide su preferencia por primera vez, y que la negativa se repite una segunda o incluso una tercera vez. Por esto no me descorazona en absoluto lo que acaba de decirme, y espero llevarla al altar dentro de poco.
––¡Caramba, señor! ––exclamó Elizabeth––. ¡No sé qué esperanzas le pueden quedar después de mi contestación! Le aseguro que no soy de esas mujeres, si es que tales mujeres existen, tan temerarias que arriesgan su felicidad al azar de que las soliciten una segunda vez. Mi negativa es muy en serio. No podría hacerme feliz, y estoy convencida de que yo soy la última mujer del mundo que podría hacerle feliz a usted. Es más, si su amiga lady Catherine me conociera, me da la sensación que pensaría que soy, en todos los aspectos, la menos indicada para usted.
––Si fuera cierto que lady Catherine lo pensara... ––dijo Collins con la mayor gravedad–– pero estoy seguro de que Su Señoría la aprobaría. Y créame ––que cuando tenga el honor de volver a verla, le hablaré en los términos más encomiásticos de su modestia, de su economía y de sus otras buenas cualidades.
––Por favor, señor Collins, todos los elogios que me haga serán innecesarios. Déjeme juzgar por mí misma y concédame el honor de creer lo que le digo. Le deseo que consiga ser muy feliz y muy rico, y al rechazar su mano hago todo lo que está a mi alcance para que no sea de otro modo. Al hacerme esta proposición debe estimar satisfecha la delicadeza de sus sentimientos respecto a mi familia, y cuando llegue la hora podrá tomar posesión de la herencia de Longbourn sin ningún cargo de conciencia. Por lo tanto, dejemos este asunto definitivamente zanjado.
Mientras acababa de decir esto, se levantó, y estaba a punto de salir de la sala, cuando Collins le volvió a insistir:
––La próxima vez que tenga el honor de hablarle de este tema de nuevo, espero recibir contestación más favorable que la que me ha dado ahora; aunque estoy lejos de creer que es usted cruel conmigo, pues ya sé que es costumbre incorregible de las mujeres rechazar a los hombres la primera vez que se declaran, y puede que me haya dicho todo eso sólo para hacer más consistente mi petición como corresponde a la verdadera delicadeza del carácter femenino.
––Realmente, señor Collins ––exclamó Elizabeth algo acalorada–– me confunde usted en exceso. Si todo lo que he dicho hasta ahora lo interpreta como un estímulo, no sé de qué modo expresarle mi repulsa para que quede usted completamente convencido.
––Debe dejar que presuma, mi querida prima, que su rechazó ha sido sólo de boquilla. Las razones que tengo para creerlo, son las siguientes: no creo que mi mano no merezca ser aceptada por usted ni que la posición que le ofrezco deje de ser altamente apetecible. Mi situación en la vida, mi relación con la familia de Bourgh y mi parentesco con usted son circunstancias importantes en mi favor. Considere, además, que a pesar de sus muchos atractivos, no es seguro que reciba otra proposición de matrimonio. Su fortuna es tan escasa que anulará, por desgracia, los efectos de su belleza y buenas cualidades. Así pues, como no puedo deducir de todo esto que haya procedido sinceramente al rechazarme, optaré por atribuirlo a su deseo de acrecentar mi amor con el suspense, de acuerdo con la práctica acostumbrada en las mujeres elegantes.
––Le aseguro a usted, señor, que no me parece nada elegante atormentar a un hombre respetable. Preferiría que me hiciese el cumplido de creerme. Le agradezco una y mil veces el honor que me ha hecho con su proposición, pero me es absolutamente imposible aceptarla. Mis sentimientos, en todos los aspectos, me lo impiden. ¿Se puede hablar más claro? No me considere como a una mujer elegante que pretende torturarle, sino como a un ser racional que dice lo que siente de todo corazón.
––¡Es siempre encantadora! ––exclamó él con tosca galantería––. No puedo dudar de que mi proposición será aceptada cuando sea sancionada por la autoridad de sus excelentes padres.
Ante tal empeño de engañarse a sí mismo, Elizabeth no contestó y se fue al instante sin decir palabra, decidida, en el caso de que Collins persistiese en considerar sus reiteradas negativas como un frívolo sistema de estímulo, a recurrir a su padre, cuyo rechazo sería formulado de tal modo que resultaría inapelable y cuya actitud, al menos, no podría confundirse con la afectación y la coquetería de una dama elegante.

Capítulo XX


A Collins  no lo dejaron mucho tiempo meditar en silencio el éxito de su amor; porque la señora Bennet que se había quedado en el vestíbulo esperando el final de la conversación, en cuanto vio que Elizabeth abría la puerta y se dirigía con paso veloz a la escalera, entró en el comedor y felicitó a Collins, congratulándose por el venturoso proyecto de la cercana unión. Después de aceptar y devolver esas felicitaciones con el mismo alborozo, Collins procedió a explicar los detalles de la entrevista, de cuyo resultado estaba satisfecho, pues la firme negativa de su prima no podía provenir, naturalmente, más que de su tímida modestia y de la delicadeza de su carácter.
Pero sus noticias sobresaltaron a la señora Bennet. También ella hubiese querido creer que su hija había tratado únicamente de animar a Collins al rechazar sus proposiciones; pero no se atrevía a admitirlo, y así se lo manifestó a Collins.
––Lo importante ––añadió–– es que Lizzy entre en razón. Hablaré personalmente con ella de este asunto. Es una chica muy terca y muy loca y no sabe lo que le conviene, pero ya se lo haré saber yo.
––Perdóneme que la interrumpa ––exclamó Collins––, pero si en realidad es terca y loca, no sé si, en conjunto, es una esposa deseable para un hombre en mi situación, que naturalmente busca felicidad en el matrimonio. Por consiguiente, si insiste en rechazar mi petición, acaso sea mejor no forzarla a que me acepte, porque si tiene esos defectos, no contribuiría mucho que digamos a mi ventura.
––Me ha entendido mal ––dijo la señora Bennet alarmada––. Lizzy es terca sólo en estos asuntos. En todo lo demás es la muchacha más razonable del mundo. Acudiré directamente al señor Bennet y no dudo que pronto nos habremos puesto de acuerdo con ella.
Sin darle tiempo a contestar, voló al encuentro de su marido y al entrar en la biblioteca exclamó:   –¡Oh, señor Bennet! Te necesitamos urgentemente. Estamos en un aprieto. Es preciso que vayas y convenzas a Elizabeth de que se case con Collins, pues ella ha jurado que no lo hará y si no te das prisa, Collins cambiará de idea y ya no la querrá.
Al entrar su mujer, el señor Bennet levantó los ojos del libro y los fijó en su rostro con una calmosa indiferencia que la noticia no alteró en absoluto. ––No he tenido el placer de entenderte ––dijo cuando ella terminó su perorata––. ¿De qué estás hablando? ––Del señor Collins y Lizzy. Lizzy dice que no se casará con el señor Collins, y el señor Collins empieza a decir que no se casará con Lizzy.
––¿Y qué voy a hacer yo? Me parece que no tiene remedio.
––Háblale tú a Lizzy. Dile que quieres que se case con él.
––Mándale que baje. Oirá mi opinión.
La señora Bennet tocó la campanilla y Elizabeth fue llamada a la biblioteca.
––Ven, hija mía ––dijo su padre en cuanto la joven entró––. Te he enviado a buscar para un asunto importante. Dicen que Collins te ha hecho proposiciones de matrimonio, ¿es cierto?
Elizabeth dijo que sí.
––Muy bien; y dicen que las has rechazado.
––Así es, papá.
––Bien. Ahora vamos al grano. Tu madre desea que lo aceptes. ¿No es verdad, señora Bennet?
Sí, o de lo contrario no la quiero ver más.
––Tienes una triste alternativa ante ti, Elizabeth. Desde hoy en adelante tendrás que renunciar a uno de tus padres. Tu madre no quiere volver a verte si no te casas con Collins, y yo no quiero volver a verte si te casas con él.
Elizabeth no pudo menos que sonreír ante semejante comienzo; pero la señora Bennet, que estaba convencida de que su marido abogaría en favor de aquella boda, se quedó decepcionada.
––¿Qué significa, señor Bennet, ese modo de hablar? Me habías prometido que la obligarías a casarse con el señor Collins.
––Querida mía ––contestó su marido––, tengo que pedirte dos pequeños favores: primero, que me dejes usar libremente mi entendimiento en este asunto, y segundo, que me dejes disfrutar solo de mi biblioteca en cuanto puedas.
Sin embargo, la señora Bennet, a pesar de la decepción que se había llevado con su marido, ni aun así se dio por vencida. Habló a Elizabeth una y otra vez, halagándola y amenazándola alternativamente. Trató de que Jane se pusiese de su parte; pero Jane, con toda la suavidad posible, prefirió no meterse. Elizabeth, unas veces con verdadera seriedad, y otras en broma, replicó a sus ataques; y aunque cambió de humor, su determinación permaneció inquebrantable.
Collins, mientras tanto, meditaba en silencio todo lo que había pasado. Tenía demasiado buen concepto de sí mismo para comprender qué motivos podría tener su prima para rechazarle, y, aunque herido en su amor propio, no sufría lo más mínimo. Su interés por su prima era meramente imaginario; la posibilidad de que fuera merecedora de los reproches de su madre, evitaba que él sintiese algún pesar.
Mientras reinaba en la familia esta confusión, llegó Charlotte Lucas que venía a pasar el día con ellos. Se encontró con Lydia en el vestíbulo, que corrió hacia ella para contarle en voz baja lo que estaba pasando.
––¡Me alegro de que hayas venido, porque hay un jaleo aquí...! ¿Qué crees que ha pasado esta mañana? El señor Collins se ha declarado a Elizabeth y ella le ha dado calabazas.
Antes de que Charlotte hubiese tenido tiempo para contestar, apareció Kitty, que venía a darle la misma noticia. Y en cuanto entraron en el comedor, donde estaba sola la señora Bennet, ella también empezó a hablarle del tema. Le rogó que tuviese compasión y que intentase convencer a Lizzy de que cediese a los deseos de toda la familia.
––Te ruego que intercedas, querida Charlotte ––añadió en tono melancólico––, ya que nadie está de mi parte, me tratan cruelmente, nadie se compadece de mis pobres nervios.
Charlotte se ahorró la respuesta, pues en ese momento entraron Jane y Elizabeth.
––Ahí está ––continuó la señora Bennet––, como si no pasase nada, no le importamos un bledo, se desentiende de todo con tal de salirse con la suya. Te voy a decir una cosa: si se te mete en la cabeza seguir rechazando de esa manera todas las ofertas de matrimonio que te hagan, te quedarás solterona; y no sé quién te va a mantener cuando muera tu padre. Yo no podré, te lo advierto. Desde hoy, he acabado contigo para siempre. Te he dicho en la biblioteca que no volvería a hablarte nunca; y lo que digo, lo cumplo. No le encuentro el gusto a hablar con hijas desobedientes. Ni con nadie. Las personas que como yo sufrimos de los nervios, no somos aficionados a la charla. ¡Nadie sabe lo que sufro! Pero pasa siempre lo mismo. A los que no se quejan, nadie les compadece.
Las hijas escucharon en silencio los lamentos de su madre. Sabían que si intentaban hacerla razonar o calmarla, sólo conseguirían irritarla más. De modo que siguió hablando sin que nadie la interrumpiera, hasta que entró Collins con aire más solemne que de costumbre. Al verle, la señora Bennet dijo a las muchachas:
––Ahora os pido que os calléis la boca y nos dejéis al señor Collins y a mí para que podamos hablar un rato.
Elizabeth salió en silencio del cuarto; Jane y Kitty la siguieron, pero Lydia no se movió, decidida a escuchar todo lo que pudiera. Charlotte, detenida por la cortesía del señor Collins, cuyas preguntas acerca de ella y de su familia se sucedían sin interrupción, y también un poco por la curiosidad, se limitó a acercarse a la ventana fingiendo no escuchar. Con voz triste, la señora Bennet empezó así su conversación:
––¡Oh, señor Collins!
––Mi  querida señora ––respondió  él––, ni una palabra  más sobre este  asunto.  Estoy  muy lejos ––continuó con un acento que denotaba su indignación–– de tener resentimientos por la actitud de su hija. Es deber de todos resignarse por los males inevitables; y es especialmente un deber para mí, que he tenido la fortuna de verme tan joven en tal elevada posición; confío en que sabré resignarme. Puede que mi hermosa prima, al no querer honrarme con su mano, no haya disminuido mi positiva felicidad. He observado a menudo que la resignación nunca es tan perfecta como cuando la dicha negada comienza a perder en nuestra estimación algo de valor. Espero que no supondrá usted que falto al respeto de su familia, mi querida señora, al retirar mis planes acerca de su hija sin pedirles a usted y al señor Bennet que interpongan su autoridad en mi favor. Temo que mi conducta, por haber aceptado mi rechazo de labios de su hija y no de los de ustedes, pueda ser censurable. Pero todos somos capaces de cometer errores. Estoy seguro de haber procedido con la mejor intención en este asunto. Mi objetivo era procurarme una amable compañera con la debida consideración a las ventajas que ello había de aportar a toda su familia. Si mi proceder ha sido reprochable, les ruego que me perdonen.

Capítulo XXI


Las  discusiones sobre el ofrecimiento de Collins tocaban a su fin; Elizabeth ya no tenía que soportar más que esa sensación incómoda, que inevitablemente se deriva de tales situaciones, y, de vez en cuando algunas alusiones puntillosas de su madre. En cuanto al caballero, no demostraba estar turbado, ni abatido, ni trataba de evitar a Elizabeth, sino que expresaba sus sentimientos con una actitud de rigidez y con un resentido silencio. Casi no le hablaba; y aquellas asiduas atenciones tan de apreciar por su parte, las dedicó todo el día a la señorita Lucas que le escuchaba amablemente, proporcionando a todos y en especial a su amiga Elizabeth un gran alivio.
A la mañana siguiente, el mal humor y el mal estado de salud de la señora Bennet no habían amainado. El señor Collins también sufría la herida de su orgullo. Elizabeth creyó que su resentimiento acortaría su visita; pero los planes del señor Collins no parecieron alterarse en lo más mínimo. Había pensado desde un principio marcharse el sábado y hasta el sábado pensaba quedarse.
Después del almuerzo las muchachas fueron a Meryton para averiguar si Wickham había regresado, y lamentar su ausencia en el baile de Netherfield. Le encontraron al entrar en el pueblo y las acompañó a casa de su tía, donde se charló largo y tendido sobre su ausencia y su desgracia y la consternación que a todos había producido. Pero ante Elizabeth reconoció voluntariamente que su ausencia había sido premeditada.
––Al acercarse el momento ––dijo–– me pareció que haría mejor en no encontrarme con Darcy, pues el estar juntos en un salón durante tantas horas hubiera sido superior a mis fuerzas y la situación podía haberse hecho desagradable, además, a otras personas.
Elizabeth aprobó por completo la conducta de Wickham y ambos la discutieron ampliamente haciéndose elogios mutuos mientras iban hacia Longbourn, adonde Wickham y otro oficial acompañaron a las muchachas. Durante el paseo Wickham se dedicó por entero a Elizabeth, y le proporcionó una doble satisfacción: recibir sus cumplidos y tener la ocasión de–– presentárselo a sus padres.
Al poco rato de haber llegado, trajeron una carta para Jane. Venía de Netherfield y la joven la abrió inmediatamente. El sobre contenía una hojita de papel muy elegante y satinado, cubierta por la escritura de una hermosa y ágil mano de mujer. Elizabeth notó que el semblante de su hermana cambiaba al leer y que se detenía fijamente en determinados párrafos. Jane se sobrepuso enseguida; dejó la carta y trató de intervenir con su alegría de siempre en la conversación de todos; pero Elizabeth sentía tanta curiosidad que incluso dejó de prestar atención a Wickham. Y en cuanto él y su compañero se fueron, Jane la invitó con una mirada a que la acompañase al piso de arriba. Una vez en su cuarto, Jane le mostró la carta y le dijo:
––Es de Caroline Bingley; su contenido me ha sorprendido muchísimo. Todos los de la casa han abandonado Netherfield y a estas horas están de camino a la capital, de donde no piensan regresar. Oye lo que dice.
Jane leyó en voz alta el primer párrafo donde se manifestaba que habían decidido ir con su hermano a Londres y que tenían la intención de comer aquel mismo día en la calle Grosvenor, donde el señor Hurst tenía su casa. Lo siguiente estaba redactado de la siguiente forma: «No siento dejar Hertfordshire más que por ti, queridísima amiga; pero espero volver a disfrutar más adelante de los deliciosos momentos que pasamos juntas y entre tanto podemos aminorar la pena de la separación con cartas muy frecuentes y efusivas. Cuento con tu correspondencia.» Elizabeth escuchó todas estas soberbias expresiones con impasibilidad por la desconfianza que le merecían. Le sorprendía la precipitación con la que se habían marchado, pero en realidad no veía por qué lamentarlo. No podía suponerse que el hecho de que ellas no estuviesen en Netherfield impidiese venir a Bingley; y en cuanto a la ausencia de las damas, estaba segura de que Jane se consolaría con la presencia del hermano.
––Es una lástima ––le dijo después de una breve pausa–– que no hayas podido ver a tus amigas antes de que se fueran. Pero ¿no podemos tener la esperanza de que ese «más adelante» de futura felicidad que tu amiga tanto desea llegue antes de lo que ella cree y que esa estupenda relación que habéis tenido como amigas se renueve con mayor satisfacción como hermanas? Ellas no van a detener al señor Bingley en Londres.
––Caroline dice que decididamente ninguno volverá a Hertfordshire este invierno. Te lo leeré: «Cuando mi hermano nos dejó ayer, se imaginaba que los asuntos que le llamaban a Londres podrían despacharse en tres o cuatro días; pero como sabemos que no será así y convencidas, al mismo tiempo, de que cuando Charles va a la capital no tiene prisa por volver, hemos determinado irnos con él para que no tenga que pasarse las horas que le quedan libres en un hotel, sin ninguna comodidad. Muchas de nuestras relaciones están ya allí para pasar el invierno; me gustaría saber si usted, queridísima amiga, piensa hacer lo mismo; pero no lo creo posible. Deseo sinceramente que las navidades en Hertfordshire sean pródigas en las alegrías propias de esas festividades, y que sus galanes sean tan numerosos que les impidan sentir la pérdida de los tres caballeros que les arrebatamos.»
––Por lo tanto, es evidente ––añadió Jane–– que el señor Bingley no va a volver este invierno.
––Lo único que es evidente es que la señorita Bingley es la que dice que él no va a volver.
––¿Por qué lo crees así? Debe de ser cosa del señor Bingley: No depende de nadie. Pero no lo sabes todo aún. Voy a leerte el pasaje que más me hiere. No quiero ocultarte nada. «El señor Darcy está impaciente por ver a su hermana, y la verdad es que nosotras no estamos menos deseosas de verla. Creo que Georgina Darcy no tiene igual por su belleza, elegancia y talento, y el afecto que nos inspira a Louisa y a mí aumenta con la esperanza que abrigamos de que sea en el futuro nuestra hermana. No sé si alguna vez le he manifestado a usted mi sentir sobre este particular; pero no quiero irme sin confiárselo, y me figuro que lo encontrará muy razonable. Mi hermano ya siente gran admiración por ella, y ahora tendrá frecuentes ocasiones de verla con la mayor intimidad. La familia de Georgina desea esta unión tanto como nosotras, y no creo que me ciegue la pasión de hermana al pensar que Charles es muy capaz de conquistar el corazón de cualquier mujer. Con todas estas circunstancias en favor de esta relación y sin nada que la impida, no puedo equivocarme, queridísima Jane, si tengo la esperanza de que se realice el acontecimiento que traería la felicidad a tantos seres.»
––¿Qué opinas de este párrafo, Lizzy? ––preguntó Jane al terminar de leer––. ¿No está bastante claro? ¿No expresa claramente que Caroline ni espera ni desea que yo sea su hermana, que está completamente convencida de la indiferencia de su hermano, y que si sospecha la naturaleza de mis sentimientos hacia él, se propone, con toda amabilidad, eso sí, ponerme en guardia? ¿Puede darse otra interpretación a este asunto?
––Sí se puede. Yo lo interpreto de modo muy distinto. ¿Quieres saber cómo?
––Claro que sí.
––Te lo diré en pocas palabras. La señorita Bingley se ha dado cuenta de que su hermano está enamorado de ti y ella quiere que se case con la señorita Darcy. Se ha ido a la capital detrás de él, con la esperanza de retenerlo allí, y trata de convencerte de que a Bingley no le importas nada.
Jane lo negó con la cabeza.
––Así es, Jane; debes creerme. Nadie que os haya visto juntos puede dudar del cariño de Bingley. Su hermana no lo duda tampoco, no es tan tonta. Si hubiese visto en Darcy la mitad de ese afecto hacia ella, ya habría encargado el traje de novia. Pero lo que pasa es lo siguiente: que no somos lo bastante ricas ni lo bastante distinguidas para ellos. Si la señorita Bingley tiene tal afán en casar a la señorita Darcy con su hermano, es porque de este modo le sería a ella menos difícil casarse con el propio Darcy; lo que me parece un poco ingenuo por su parte. Pero me atrevería a creer que lograría sus anhelos si no estuviese de por medio la señorita de Bourgh. Sin embargo, tú no puedes pensar en serio que por el hecho de que la señorita Bingley te diga que a su hermano le gusta la señorita Darcy, él esté menos enamorado de ti de lo que estaba el jueves al despedirse; ni que le sea posible a su hermana convencerle de que en vez de quererte a ti quiera a la señorita Darcy.
––Si nuestra opinión sobre la señorita Bingley fuese la misma ––repuso Jane––, tu explicación me tranquilizaría. Pero me consta que eres injusta con ella. Caroline es incapaz de engañar a nadie; lo único que puedo esperar en este caso es que se esté engañando a sí misma.
––Eso es. No podía habérsete ocurrido una idea mejor, ya que la mía no te consuela. Supón que se engaña. Así quedarás bien con ella y verás que no tienes por qué preocuparte.
––Pero Lizzy, ¿puedo ser feliz, aun suponiendo lo mejor, al aceptar a un hombre cuyas hermanas y amigos desean que se case con otra?
––Eso debes decidirlo tú misma ––dijo Elizabeth––, si después de una madura reflexión encuentras que la desgracia de disgustar a sus hermanas es más que equivalente a la felicidad de ser su mujer, te aconsejo, desde luego, que rechaces a Bingley.
––¡Qué cosas tienes! dijo Jane con una leve sonrisa––. Debes saber que aunque me apenaría mucho su desaprobación, no vacilaría.
––Ya me lo figuraba, y siendo así, no creo que pueda compadecerme de tu situación.
––Pero si no vuelve en todo el invierno, mi elección no servirá de nada. ¡Pueden pasar tantas cosas en seis meses!
Elizabeth rechazaba la idea de que Bingley no volviese; le parecía sencillamente una sugerencia de los interesados deseos de Caroline, y no podía suponer ni por un momento que semejantes deseos, tanto si los manifestaba clara o encubiertamente, influyesen en el animo de un hombre tan independiente.
Expuso a su hermana lo más elocuentemente que pudo su modo de ver, y no tardó en observar el buen efecto de sus palabras. Jane era por naturaleza optimista, lo que la fue llevando gradualmente a la esperanza de que Bingley volvería a Netherfield y llenaría todos los anhelos de su corazón, aunque la duda la asaltase de vez en cuando.
Acordaron que no informarían a la señora Bennet más que de la partida de la familia, para que no se alarmase demasiado; pero se alarmó de todos modos bastante; y lamentó la tremenda desgracia de que las damas se hubiesen marchado precisamente cuando habían intimado tanto. Se dolió mucho de ello, pero se consoló pensando que Bingley no tardaría en volver para comer en Longbourn, y acabó declarando que a pesar de que le habían invitado a comer sólo en familia, tendría buen cuidado de preparar para aquel día dos platos de primera.

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Un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado, un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora

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